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Ya se viene el otoño, una tras otra las hojas invitan a sacarnos la piel, mirarnos los pies peces y luego guardarlos quietos en zapatos gruesos. Tomamos a nuestro espíritu de la cintura y caminamos por la suavidad anaranjada que se extiende, sutil, por los parajes. La planta de mis pies conversa con comunidades de insectos laboriosos que se abren paso entre ellas, las hojas, conjugando rojos, amarillos, estrellas.

Bandadas de pájaros levantan el vuelo. ¿Pasarán por Queime y sus  mujeres?

Voy arropada en el silencio, embriagada por un sol que no calienta pero se cuela, oportuno, entre los árboles que crecen y crecen en mi jardín.

Yo también he crecido con un cerezo en el centro de mi pecho.

Tomás con su mantita y esos bigotes que le dan un aire de amante latino imbatible, me mira desplazarme desde su bonhomía de humano contemplador. El silencio nos arrulla, calmo desciende por los desfiladeros de la montaña.

Queime navega por las aguas del silencio también mientras los cerezos se desnudan para luego florecer.

Cientos de colores, melodías de pájaros y mi pequeña Elisa que pregunta sobre ángeles y hadas. La dejo revolotear y sumergirse en esta tarde con la boca llena de asombros. Me muestra una hoja: “Es el otoño”, dice.

Afuera ruge Chile y sus traiciones, rugen los periódicos, vociferan las imágenes que se cuelan por las casas de mis compatriotas apresados por el miedo, la indignación, la ira ante la mugre bien escondida debajo de la alfombra mullida, año tras año. Atónitos contemplamos las noticias y recorremos el territorio de la exclusión. Todos los días algo nuevo.

El océano se agita en mareas que se llevan a seres curiosos de mar a sus profundidades. Volcanes, aluviones dejan a alguien, a otro, sin nada. Dejan a otros parados en mitad de la vida replanteándose la existencia completa. Chile mira ávido el espectáculo del despojo…

Entonces retorno a la humedad de troncos, colibríes y rocío recorriendo el rostro de las mujeres del cerezo.

Recuerdo, entrecerrando los  ojos, a esa otra porción de nuestro país. A esos fragmentos de identidad que queremos olvidar, que quieren que olvidemos pero están, de pie, la cara abierta al viento que llega desde el sur del mundo con sus presagios de una luminosidad que asusta porque es el fin de esta dualidad que ha construido y derrumbado imperios.

Las conocí en unos de nuestros viajes por el país. Viven cerca de Quillón. Son las mujeres de Queime. Esta pequeña comunidad crece en el territorio de los cerezos. Nos juntamos en su casa comunitaria que mira cerros y un valle habitado por estos árboles. Casas campesinas, algún caballo, sábanas que bailan, herramientas, crujir de ramas y el cielo limpio. Ellas llegan con sus pelos brillantes, húmedos todavía después del baño, llegan fragantes, con las blusas limpias y un arito, un collar, un olorcito a romero. Todo en ellas habla de feminidad y preparativos para una cita importante.

Íbamos a proponer un trabajo en conjunto. Rescataríamos su memoria. ¿De dónde vienen  viajando? ¿Quiénes eran sus ancestros? ¿Cómo sueñan, qué anhelan?  ¿Qué es ser una mujer de la tierra del cerezo? ¿De qué color han sido las mañanas? ¿En qué lago nocturno se han bañado? ¿Serán las mermeladas, serán los pasteles o los telares tejidos en las tardes cuando los pájaros se aquietan y llegan arreboles? ¿La madre, el padre, los partos, el hombre con quien se deslizan por las noches? Subiríamos los cerros, caminaríamos juntas entre los árboles de cerezos. Haríamos teatro, música, crearíamos a partir de sus historias, pensaríamos juntas, mirándonos a los ojos, cómo seguir adelante, como comunidad femenina. ¡Cantaríamos, haríamos una fiesta propia! Iríamos a Quillón a contar quienes eran, a compartir, a salir del territorio de lo invisible.

La conversación se desplegó calma, al ritmo del corazón, el ritmo humano, mientras inhalábamos y exhalábamos este aire cristalino que cantaba colina abajo. El universo giraba. El sol se movía hacia el ocaso y nos fuimos conociendo a través de las palabras que caían, una a una, en  agüitas subterráneas. Pero, también, nos fuimos conociendo en los silencios largos que nos acunaron y acercaron. Todo era simplemente humano, a escala humana, sin artificios ni oropeles.

Contaban: “A veces miro la tele y a una le vienen las ganas de salir de aquí, comprarse cualquier cosa pero después pienso que tengo ganas de comer cazuela, abro la puerta y salgo al huerto. Tomo papitas, un zapallito, corto los porotos verdes, un choclo y tengo todo. Me hago la olla de cazuela, después le echo el cilantro. Llega el Jaime de la escuela, después el Toño y nos sentamos a disfrutarla. Nos acostamos temprano y, ya.”

“A mí me gustaría hacer teatro pa sacar la voz en Quillón cuando llevamos las cerezas, las mermeladitas, todas nuestras cosas a la feria esa que hacen. Eso sí sería bonito, ir con las cosas que hacen nuestras manos con cariño y saber ponerlas bien, que nos conozcan bien, como somos. No quedarme tan callada.”

“La verdad es que aquí tenemos lo que necesitamos, tenemos todo. Lo que si me gustaría es que la escuela no la hubieran sacado de acá. Si la escuela estuviera acá, como antes, los cabros crecerían amistados con los cerezos. Parten en el bus tempranito, colorados por el frío. Dicen que allá, en la ciudad, las escuelas son mejores, ellos tienen más oportunidades de ser otra cosa. Y así se van, uno tras otro, dejando atrás lo que son, gente de Queime, donde están los cerezos. No sé qué es mejor. Una se confunde, a veces.”

Y nosotras también hablamos de hijos, sueños, del teatro y de lo que amamos. Nuestro círculo de mujeres se llenó de historias, miradas, silencios, un té y la tarde que caía poniéndonos chalecos. La despedida fue con tantos y tantos y tantos abrazos que mi pecho quedó convertido en un cerezo en flor.

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5 Comentarios sobre “Las mujeres del cerezo

  1. Gracias por hacerme evocar mi vida junto a los almendros de mi infancia…leerlas ha significado transportarme a otro mundo…ha significado resucitar sensaciones y olores …sentires … gracias!!!

  2. Sentí a las mujeres, a los cerezos, el otoño, los niños yendo al colegio, con frío, lejos…. Hay dos mundos, el mundo de lo calculador, de la competencia, de la ambición, que se está cayendo a pedazos… y el mundo de lo esencial, de la conversa sin filtro, de la cazuelita con cilantro, de cuando vemos lo humano en el otro, ese mundo que queremos abrazar, ese mundo que nos traes con este escrito y que nos da la esperanza de que vale la pena vivir e instalar este mundo…. Que el otro mundo se caiga y florezcan como los cerezos estos mundos queridos y sentidos… Salud!

    1. Ahí estamos todas Marcela.. es esa manera delicadamente femenina d estar en la tierra, unidas a ella en vínculos sutiles. El único e importante aporte que podemos hacer a nuestros tiempos.

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