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Mostrar quienes realmente somos, más allá de las máscaras propias y las que nos enseñan a usar y las que debemos colgarnos para transitar por las rigideces del mundo, es una tarea difícil. Siempre he encontrado dura y extraña la palabra rol. Ese “papel” que te asignan en el mundo, para ocupar un lugar en él; ese que te asignas, una vez que estás en él, para interactuar con el mundo; ese papel que tiene partes de un guión ya escritas y donde muchas veces cabe más un comportamiento útil, funcional, que un comportamiento creativo, original y propio.

¿Desde cuándo en nuestra formación como seres humanos, nos eligen o somos elegidos? ¿Somos “hijos” porque estamos en un vientre? ¿Estar en el vientre de alguien convierte a ese alguien en madre? Pienso estas cosas, a propósito de la discusión sobre el aborto en Chile, y de la negación al hecho –los muchos hechos- que hay detrás de esa práctica quirúrgica tabú, que entraña tantas cosas.

Y de la enorme valentía que se requiere para decir “yo aborté”, y de la enorme culpa que transita la vida de las mujeres que abortan; y del gigantesco peso que es tener que asumir en la propia vida y en el propio cuerpo, en secreto, a oscuras, un castigo social.

La maternidad es una condición de sobrevivencia de la especie, por lo tanto, se vuelcan en ella expectativas sociales muy altas y se le atribuyen al rol ciertas cualidades de acuerdo a la sociedad en que se vive. En la nuestra, la maternidad es un rol mitificado por imágenes culturales y religiosas, de abnegación, pureza (¡pureza!), contención, provisión, cuidado. Y se espera que todas las mujeres sean madres; y se espera que lo hagan de la forma establecida.

De modo que un embarazo exige de una mujer un rol establecido, bajo ciertos parámetros y a la vez, sostener esa imagen social de la maternidad (estar en condiciones físicas, emocionales, mentales, económicas, sociales más o menos establecidas, que no son pocas: ser saludables, en todo sentido,  pero además tener cobertura médica e ingresos económicos que permitan una manutención adecuada, tener pareja y conformar familia, tener una buena pareja y conformar una buena familia, de acuerdo a los cánones, roles y máscaras, lo que a su vez implica para una mujer tener un trabajo o una ocupación, al menos, socializar de la forma conveniente, y cumplir horarios, entre muchas otras cosas). Es decir, un “Cuarto Propio” que alcance para más de una.

No desear un hijo es un problema. No desear un hijo, cuando hay un embarazo inminente, es un sentimiento muy fuerte, muy doloroso, lleno de contradicciones, frustraciones, angustias. Pero en el caso de elegir no hacerse responsable de la crianza de un ser humano –que es el punto-, cuando una mujer se declara incapaz, incompetente, o simplemente no tiene la voluntad frente a esa responsabilidad, la sociedad la castiga poniéndola en riesgo, dejándola sola, aislando su dolor, convirtiéndolo en culpa, en crimen.

No sé si he sido una madre modélica para los hijos que deseé. Sé que confluimos y nos nacimos, cada vez. Ellos me han dado a mí tanta vida como yo a ellos. Me han dado libertad, alegría y crecimiento. Me han anclado a la tierra y me han hecho volar. Me enseñan a jugar y a ser sensata. Me impulsan a aprender y a estar despierta. Ellos han sido madres y padres, también para mí, como yo hija de él y ella, muchas veces. Y también fui padre, y ellos padres para mí.

Esa responsabilidad que asumí frente a ellos, desde el vientre, ha sido la tarea más grande de mi vida, debatiéndose entre tantas otras, que muchas veces les restaron tiempos y posibilidades, tal vez. Hay en ese vínculo una realización maravillosa, que he ido descubriendo día a día, a veces agotada de mí misma y del mundo, del trabajo y las circunstancias, de los rigores y las rigideces, de las comunicaciones escolares que encabezaban con “señor apoderado”, como si le hablaran a alguien inexistente, de las gráficas de familia que no se parecían a la nuestra, de la madre abnegada, que no fui, porque también era mujer criándolos, y escritora, y maga y confundida, y alocada, y enamorada, y yo.

Una realización que es constitución de mí misma. Ellos mi constituyen. No soy sin ellos. Mi memoria, mi presente y los días que me vengan, hasta la eternidad, estarán siempre constituidos por ellos, y con ellos. Así de importante, honda y vital es para mí la maternidad. Y ellos me constituyen de una forma tal que no me aleja de realizarme completa con mis aspiraciones, también.

Por eso creo que ninguna circunstancia o determinación social debiera impedir que una mujer elija su realización, con hijos o sin ellos. Porque realizarnos, sin abnegarnos, es una responsabilidad inicial de una mujer consigo misma, lo que nos enseña y calibra en la responsabilidad es el cuidado, y la atención que somos capaces de darnos para hacernos responsables de otros. Porque la frustración personal es enemiga de la posibilidad de realizarse como madre o padre. Porque la libertad es una condición también para formar a otros en la libertad. Porque amar lo que somos, es una condición de amor hacia quienes nos rodean, y en ese círculo inmediato, se juegan los afectos, las ternuras, los reconocimientos, la calidez, la alegría, que son pilares para vivir en paz, sin violencia ni castigo. Si una mujer no se ama madre, no puede ser madre. Si una mujer no se elige a sí misma como madre, no debe ser madre. Y nadie puede elegir eso por ella.

Creo que si aprendemos a amarnos como mujeres, en todas nuestras potencialidades, desde temprano, es probablemente más sencillo prevenir embarazos no deseados, prevenir abortos, prevenir violencias, evitar la pena, la angustia, el temor, la práctica clandestina, el secreto, el ocultamiento, y la hipocresía que se instala en torno al tema tabú. Ese oscuro delito que nadie comete, y cometemos todos, a la vez.

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Alguien comentó sobre “Maternidad en conflicto…

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