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En las filosofías orientales se le atribuye a la palabra un valor espiritual, que va mucho más allá del puro significado instrumental lógico, al que nos apegamos desde la racionalidad occidental. Y esto como resultado de un largo proceso de transformación de la visión de un mundo que concebía el lenguaje como un instrumento divino. Pareciera ser que en el camino entre la India milenaria y cualquier metrópoli occidental de hoy, el ángel que habita el idioma se fue recluyendo hasta casi silenciarse. Y es una triste paradoja. Porque, mientras tanto, los decibeles de las cientos de miles comunicaciones que se establecen en el mundo “comunicado” de la modernidad tecnologizada aumentan hasta enloquecernos, separándonos de nuestra propia voz-melodía interior y de los mensajes que nos entrega el universo, manifestándose en susurros que cada vez menos perceptibles.

El idioma, construido con sonidos que al unirse forman palabras que constituyen significados, también conforman sentidos. Esa impresionante habilidad humana, fue desde el principio una herramienta –el aliento divino penetró nuestra esencia, podría decirse- para la construcción y conservación de la armonía universal.

OM, en el hinduismo, es la sílaba sagrada, el primer sonido del Todopoderoso, el sonido del que emergen todos los demás sonidos, ya sea música o lenguaje: OM es el Verbo Creador, el sonido del Motor Vibratorio, el testigo de la Divina Presencia.”(Autobiografía de un Yogui, Paramahansa Yogananda). En la Biblia también encontramos referencia a esa Vibración Original: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios (…) Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada” (San Juan 1:1-3). 

La vibración está en el origen de todo lo que Es, y el origen de todo lo que Es está representado por este sonido OM, sonido Primordial del Universo, combinación de lo físico con lo espiritual.

En la comunicación se llama “ruido” a la interferencia causada entre una comunicación y otra por otros elementos que pueden alterar los canales o los mensajes y producir distorsiones en ella; y si hiciéramos un recorte de cualquier intercambio comunicativo de nuestra vida cotidiana, veríamos un mapa de trasposiciones comunicativas. Dos personas conversan en una cafetería, por ejemplo, y simultáneamente dos automóviles se bocinean, un celular suena en la mesa contigua y alguien responde, el mozo pregunta por el pedido, pasa alguien vendiendo o pidiendo limosna, dos transeúntes se reconocen y se saludan, llega un grupo nuevo de comensales y se instalan ruidosamente en la mesa de al lado. Alguien levanta una mano y simultáneamente grita para pedir la cuenta, la sirena de una ambulancia ensordece el ambiente, suena otro celular y alguien responde. El local tiene música ambiental y cambia el ritmo a una más ágil para que los clientes consuman más rápido y despejen las mesas para los que vienen.

Hagamos un zoom. Esas dos personas del recorte que hicimos intentan comunicarse para tomar una decisión importante que involucra profundamente a los dos. El lugar no es el más propicio, seguramente. Percibir el alma a través del lenguaje es algo que solo puede hacerse en el silencio, de modo que cada uno de ellos en esa circunstancia recibirá del otro y de todos los demás en su entorno palabras y sonidos con ciertos significados, pero dependerá del grado de cercanía, amor y compromiso que esos significados adquieran un sentido más o menos profundo y positivo para ambos.

Digamos que se trata de dos personas que quieren proyectar una vida, juntos, y están dando los primeros pasos en esa decisión. Se abstraen en lo posible del exterior, se miran e intercambian mensajes –posiblemente las miradas en esta situación sean más elocuentes que lo que intentan decirse-, pero a veces los mensajes están también invadidos de temores, aprehensiones, vanidades, egoísmos que los alteran y en lugar de decir, a veces desdicen. Un te amo, puede resonar de múltiples maneras. En este caso, esta pareja sortea los “ruidos” y llega a entenderse. Lo delata la forma en que se toman de la mano y salen del lugar.

Han pasado siglos desde que la resonancia de una palabra conmoviera al universo por primera vez, el principio creador manifestado en lo humano, y su el eco quedó resonando en el planeta, buscando comunicar almas con almas, para unirlas entre sí y unirlas en la vibración planetaria y constituir unidad. Pareciera que ese vínculo roto ha trasmutado gran parte de la verdad, la belleza, el equilibrio, la energía y la luz del  al que aspiramos.

En los Upanishad (libros sagrados hinduistas) se dice que todo, lo que existe y lo que no, puede ser controlado al pronunciar la sílaba sagrada.

Hay un refrán que dice: “Por la boca, muere el pez”, y esa misma expresión aparece de múltiples formas señalada en todas las grandes filosofías.

Lo que expongo es una creencia. Es una decisión. Es una posición frente al mundo.

Para quienes hacemos periodismo, es además, una responsabilidad. Gran parte de los medios de comunicación masiva, teñidos de publicidad, en su afán de controlar, retener, seducir, emiten mensajes que socavan valores humanos fundamentales, mienten, distorsionan, hieren, denigran a sí mismos y a quienes los reciben. Si una palabra puede herir, miles de palabras emitidas por cientos de medios, millones de redes, señales, canales, pueden herir mucho más. Hieren el corazón del universo. Y si una palabra, un sonido, puede traer la divinidad y sus atributos al enunciarla, miles de palabras dichas con bondad, transparencia, entendimiento y sabiduría pueden sanar.

¿Qué tal si la decisión fuera contribuir con el universo, creativo, puro, desinteresado, justo, paciente?

El ruido es basura, deshecho, contaminación. También hay ecología en el lenguaje.

Para muchos, la afirmación de que los árboles hablan, no sea otra cosa que una figura literaria, ese reducto todavía sagrado donde las palabras tocan con sus delicadas fibras los oídos de los dioses.

Pero hablan. Yo los he oído. En medio del silencio…

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