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En todo el barrio puerto retumba el jazz, sale y entra por las ventanas, se escucha un lamento de trompeta y de voces aguardentosas, me siento en Storyville y no me importa no dormir. Me recuerdo de niño viendo películas de cine negro y al músico sentado en la escalera de incendios, fumando famélico y hambriento. Recuerdo un tranvía llamado deseo y el zoológico de vidrio y esa mujer, rara mujer bella.

En el callejón un alarido, un hombre arrincona a un hombre, le lanza su vaho a la cara como quien besa a un amante, pero no es sexo. La mano tiembla y empuja, tratando de entrar a la carne, el hombre cede, implora, ruega, solloza, la trompeta vuelve a dar gritos entremezclados con el ulular de la sirena de la cuca (1), con el tam tam de la batería alejada, con los llamados frenéticos de puerta en puerta y la voz de un histérico Jimmy Swaggart porteño.

Soy “un ciego frente al mar”, o quizás Jefferies,  el indiscreto. El café me sabe amargo, pienso que es mi lengua o mi paladar o mis dientes, y no me importa. Ahora el Jimmy Swaggart grita un, dos, tres y cuatro, cantando una rumba plegaria a todos los vientos. Nada miraré, ya no soy Jefferies, sólo escucho, como el viejo Borges lo hacía mientras su madre dormía. Mi suegra duerme al final del departamento. ¿Nada del otro mundo?, pues no, todo del otro mundo, pues el barrio meado, sofocante de día, resucita su carne de hace un siglo en cuerpos físicos de lados cambiados y pupilas cuadradas de neón.

La mujer hombre, emplumada empalmada recorre la plaza, se sienta en los bordes de la pileta con zancudos y moscas, con su voz ronca llama al transeúnte que va con su diario envolviendo pescado, borracho a la casa vacía. Sus tacones cojos ahora retumban bajo mi ventana, en tanto el hombre que ruega se convierte de gelatina en acero, y ya no ruega, toma la mano temblorosa del otro que busca la carne, la dobla hacia el cuerpo que exhala vaho, y el escarlata chorrea el callejón, mientras la emplumada ahoga la voz con su mano enorme sobre los labios carnosos, y baila al ritmo de su corazón.

Es todo a la vez alegría y letargo, el cansino menear de caderas de la lolita del puerto o el culo caído de la dependienta de abarrotes, la risa prostibularia o la carcajada colisa, el gargajo bala dum dum, o la meada territorial del choro macho atribulado por días de rutina, la festiva nostalgia de la flora porteña que relaja su semana pobre de cuerpos contrahechos. Acá, nada es como en la infernal capital de la mercancía y de la usura parásita, acá, hasta el más malo o la más dura sudan arquetipos,  ternuras, mohines,  los humildes gestos del desesperado.

Y así, en multitudinaria procesión pagana que levanta dioses de mármol sin brazos, todos y todas se reúnen en una gran columna callejera de vida y muerte; el Jimmy Swaggart grita niño en la mañana pascual, el trompetista y su boca pastosa llora al mar, el paco (2) y el rati (3) entierran sin ánimo las patadas en la llaga morada, el baterista golpea platillos con sus baquetas viscosas hacia los jorobados cerros, el vecino ciego se deja llevar por el vaivén de olas de la gran orquesta popular y nacional, la suegra  duerme con su boca abierta como túnel en el fondo de la casa, la empalmada se burla del vecino de pichula lacia y pescado envuelto en diario, el hombre inhala exhala niebla en acto desafiante y su mano se dobla como chispa hacia el propio cuerpo, y así todos y todas, esqueletos danzantes, fantasmas de carne y hueso de rostros contorsionados frente a espejos cóncavos o convexos, estallan sincopados, chorreando su escarlata, cual prieta cruda sobre el callejón.

(1)    Camioneta de Carabineros
(2)    Carabinero
(3)    Policía de civil

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