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El recién operado está en cama, no hay novedad posible, aunque en alguna medida sí, pues si lo has visto siempre de pie y ahora lo miras tumbado, es como si pudieras escudriñar en parte de su fragilidad, que probablemente no verías nunca si no estuviese de ese modo, ni totalmente acostado, ni medianamente sentado, con sus ojos fijos en una especie de horizon carré, el horizonte marcado en la blanca pared.

Los visitantes se mueven y hablan nerviosos, es ley, unos cuentan historias de su infancia, de cuando también fueron intervenidos, otros hablan de la falta de empatía de los médicos, otros preguntan sobre la enfermedad y sus soluciones, otros del dolor, de una película de mujeres que son hombres, y algunos, los menos, solo miran al anfitrión obligado a fuerza de no poder irse lo más rápido posible del lugar. Todos saben que jamás  serían invitados por él a la misma fiesta. Son distintos, pero los une el rescatar desde un cuerpo adolorido, al amigo completo, y más precisamente su ánima.

Hay un fantasma en el aire: Una emoción no declarada. La mezcla perfecta de alivio y angustia. Remitámonos al primer párrafo. Fragilidad. Pero no sólo de aquel que yace en cama. La del paciente (en jerga médica) es de un tipo distinta, remite a su cuerpo. Sin embargo la fragilidad de quienes lo observan no es física. Es sencillamente emocional. En ellos no hay velocidad. Quizás el monólogo interior de cada uno, es mucho mayor al diálogo, que no es diálogo. Que es más bien una puesta en escena, donde los actores gesticulando, son por única vez más que el público, ahora compuesto por  un hombre en cama.

A mí, que nunca me han gustado los hospitales y menos los médicos, me dan ganas de reír a carcajadas, contar chistes, que todo sea una fiesta de estudiantes pícaros. Otra mascarada, por lo demás. Digo mascarada no por remitirme a lo falso, no como juicio moral de la obra y su habitante rodeado,  mascarada en el sentido de esconder al fantasma. De recubrirnos de cultura, pues es ella la que nos permite estar juntos.  Yo lloraría a mares, esa es la simple verdad. Pero no como quien llora a quien se ha ido para siempre, sino como aquel que recibe al exiliado, que cual Ulises ha viajado por el mundo entre demonios y monstruos marinos, y ha vuelto por fin a casa.

Es hora de irse, de salir, la calle es un hervidero de gente de a pie, corriendo y transpirando, yo divago. No es posible otra cosa, no ando ocupado sino habitado por mi fragilidad, por el fantasma de la pieza de hospital.

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