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Angus Deaton ha sido el último premio Nobel de Economía en sumarse al análisis de la desigualdad, a su juicio, una amenaza incluso para la democracia“. Al igual que el francés Thomas Piketty, autor del popular ensayo “El capital en el siglo XXI”, apunta hacia los impuestos como un factor clave para la redistribución de la riqueza o, visto desde la base de la pirámide, la reducción de la pobreza.

Si los impuestos se gastan con sensatez, la libertad podrá difundirse ampliamente”, sostiene Deaton, para quien las nuevas clases medias deberían estar “encantadas de pagar tributos que ayuden a otros a compartir su buena suerte”. Si bien los estudios de este economista británico se han centrado en India, sus recetas para reducir la desigualdad son extensibles a cualquier país del mundo: “Contar con un buen sistema educativo, una asistencia sanitaria accesible y eficaz y unos medios de saneamiento eficientes beneficia a todo el mundo”.

De hecho, el también Nobel Joseph E. Stiglitz ya demostró en su obra “El precio de la desigualdad” que ésta no es patrimonio exclusivo de los países menos desarrollados, sino que avanza en las economías más pujantes. Durante la “recuperación” de 2009 y 2010, el 1% de los estadounidenses con mayores ingresos se quedó con el 93% del aumento de la renta. Y otro dato: la mayoría de los estadounidenses se encontraba en 2012 en peor situación económica, medida por los ingresos reales ajustados con la inflación, que 15 años antes. “La historia de Estados Unidos es ésta”, escribe Stiglitz: “Los ricos se están haciendo más ricos, y los más ricos de entre los ricos se están haciendo todavía a más ricos, los pobres se están haciendo más pobres y más numerosos, y la clase media se está vaciando”.

El crecimiento de la desigualdad en los países desarrollados es la primera de las diez grandes tendencias apuntadas por el consejo del World Economic Forum en la agenda global que se presentó en enero desde este año en la localidad suiza de Davos. Los miembros del consejo presidido por Al Gore la situaron en el primer lugar de las diez Top Trends que componen su informe anual.

No es casual que los principales partidos políticos españoles hayan incluido a la desigualdad en sus discursos y programas. El partido de Mariano Rajoy lo ha hecho a su manera, vinculando la redistribución de la riqueza al crecimiento económico y, parcialmente, a la lucha contra el fraude fiscal. Sin embargo, elude la utilización del término condicionado por la inspiración liberal de su ideario. En el lado de Podemos, el concepto de “casta” lleva implícita la reivindicación de un reparto más justo de las rentas del capital y del trabajo, que se concreta en la “renta básica”, bautizada por el partido socialista de Pedro Sánchez como “ingreso mínimo vital”.

Los socialistas fueron los primeros en invocar a la desigualdad para cuestionar las políticas económicas del gobierno del Partido Popular, al tiempo que se sumaban al impuesto mundial sobre la riqueza que propone el economista francés, en línea con la tasa Tobin o impuesto a las transacciones financieras. De momento, la carrera por llegar más allá en las limitaciones está liderada por Izquierda Unida, cuyo candidato, Alberto Garzón, ha propuesto un sueldo máximo de 6.846 euros, es decir, diez veces el salario mínimo interprofesional; todo lo que excediese de esa cantidad estaría gravado al 100%.

Definitivamente la desigualdad está en la agenda política y de ahí irradia hacia todos los rincones del pensamiento. Su debate se ha popularizado, lo cual hace que las distancia entre los que más tienen y el resto sea cada vez más visible al estar sometida a permanente escrutinio.

Tanto es así que los poderes ejecutivos se ven forzados a legislar en asuntos que entran de lleno en la esfera del gobierno corporativo de las empresas privadas. Por ejemplo, en noviembre de 2013 el Gobierno suizo consultó a los ciudadanos acerca de la posibilidad de limitar la retribución de los directivos a doce veces el peor salario de la empresa. La medida del 1:12 fue rechazada por los suizos, de la misma forma que siete meses más tarde votaron contra el establecimiento de un salario mínimo de 4.000 francos (3.370 euros al cambio de aquel momento). Pese a estos noes el debate acerca de las diferencias salariales está abierto en la sociedad suiza, una de las más prósperas del mundo.

La empresa no puede permanecer ajena a las preguntas que provocan en los grupos de interés las diferencias en rentas y patrimonio. Más allá de la moda de comparar los salarios de los ejecutivos mejor pagados, las compañías se verán obligadas a contestar a cada vez más preguntas sobre las diferencias y las condiciones salariales de sus directivos y empleados, la relación entre puestos de trabajo directos e indirectos, con contrato indefinido y temporal, la subcontratación e incluso cuánto se preocupan por la salud y el bienestar de sus trabajadores. La falta de transparencia o las respuestas vagas serán castigadas con una amplia gama de reacciones: desde la sospecha hasta la decisión de no comprar sus productos.

Es mejor hacerse las preguntas antes de que éstas sean planteadas por sorpresa, por ejemplo en una junta general de accionistas. Y nadie mejor para hacer esas preguntas que el director/a de comunicación. En su papel de Pepito Grillo, el responsable de comunicación debe trasladar al interior de la organización las inquietudes que se gestan en el entorno de la empresa. Y, desde luego, la desigualdad ronda las puertas y las ventanas de unas organizaciones que no se legitiman socialmente con el mero cumplimiento de la ley.

De la misma forma que prácticamente todas las empresas tienen respuestas preparadas para las preguntas que se relacionan con los desafíos medioambientales del Planeta, tendrán que construir su argumentario acerca de la desigualdad. Tal batería de preguntas y respuestas no debe abordarse desde la perspectiva de la imagen, ni siquiera de la reputación, sino desde el convencimiento de que la empresa puede y debe ser un agente en la lucha contra la brecha económica a partir de las decisiones que toma.

Es evidente que si las respuesta son positivas fortalecerán la reputación y el valor de la marca, dada su capacidad para traer al presente las expectativas de un futuro con menos incertidumbres. Y si las respuestas son inexistentes o negativas… tarde o temprano la sombra de la duda alentará una crisis de confianza, que, a diferencia de la esperanza, no es lo último que se pierde, sino lo primero.

 

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