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Quien mejor puede ayudarte eres tú mismo. O no, parafraseando a Rajoy. Lo cierto es que la autoayuda está de moda, gracias en buena medida al éxito de personas como Paulo Coelho, Jorge Bucay  y Eduard Punset, quienes se ayudan a sí mismos ayudando a los demás cual filón de oro en la mina de los deseos, las frustraciones y los nudos emocionales de la condición humana.

Científicamente la autoayuda es imposible. Incluso en la hipótesis de que al nacer te aislaran en una burbuja para evitar que recibieras estímulo alguno del exterior estarías recibiendo la ayuda de tu madre a través de la información transferida durante la gestación. Y, sin embargo, los filósofos de la vida se empeñan en fustigar el ego para que éste cabalgue veloz a lomos del yo, lejos del tú y, sobre todo, del nosotros.

La apelación al “hágalo usted mismo” ha convertido la gestión de las emociones en una suerte de ‘autobricolaje’ que excluye de su manual de instrucciones la petición de ayuda. Tanto es así que solicitar el concurso de los demás es percibido a menudo como una muestra de debilidad. En esta línea de soberbia se inscriben las declaraciones de un destacado dirigente empresarial español, quien consideraba la humildad como una expresión de apocamiento.

El cerebro reptiliano predomina en aquellos que se creen perseguidos por la magnitud de su éxito profesional, el tamaño de sus ganancias y el alcance de su poder. Antes comer que ser comido, antes ayudarse que ser ayudado. En estos caracteres el cerebro límbico, el que administra las emociones, se mantiene bajo control, aunque de vez en cuando le concedan un alivio mediante la liberación de ira, habitual en las personalidades que renuncian a la ayuda de los demás. Como balance, utilizan básicamente el cerebro racional, ubicado en el neocórtex, para controlar los excesos del instinto y los abscesos del límbico.

Al egoísmo que moviliza la condición humana, firmemente anclada en el instinto de supervivencia, se suma ahora la auto-consciencia del poder que reside en cada uno de nosotros y que, por mor de la tecnología, somos capaces de ejercer a todas horas, en cualquier lugar y prácticamente en universal circunstancia. Resulta inquietante descubrir que la principal limitación para el ejercicio de tal micropoder reside en uno de los dispositivos menos inteligentes con los que convivimos en estrecha cercanía: la batería del móvil o de la tableta.

La tecnología invita a que nos enredemos en nuestra soledad, de tal suerte que podemos estar conectados a miles de seguidores sin la necesidad de establecer conversación alguna. En el lado opuesto, también podemos estar sumidos en conversaciones masivas sin que el intercambio de ideas vaya más allá de un fluir de emociones.

El ser humano vive en una permanente lucha entre el instinto de supervivencia, de marcado carácter individual o tribal (el individuo elevado a la categoría de grupo), y la necesidad de establecer relaciones sociales, muchas de las cuales tienen como motivación la necesidad de crear alianzas que aumenten las posibilidades de estirar la existencia.

Sea como sea, se trata de convivir para vivir más, lo cual convierte a la ayuda en una función social básica.

En el mundo digital, la ayuda tiene que ver con la economía colaborativa, con la suma de inquietudes para que los poderosos (los que lo son por recursos ya sea por herencia, mérito o, en el caso de los políticos, por delegación administrativa) no olviden sus responsabilidades colectivas y con la capacidad para modular y filtrar al mismo tiempo las emociones que determinan los estados de ánimo de las comunidades.

Pedir ayuda es un ejercicio de humildad, de apelación al aprendizaje, de tributo al ser social y de inteligencia emocional. Es verdad que cabe pedir ayuda a sí mismo y que en ocasiones ésta es la forma en la que reconocemos nuestra vulnerabilidad, pero tal opción no excluye, ni mucho menos, la grandeza de ayudar y de dejarse ayudar.

Yo sí necesito ayuda. ¿Y tú?

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