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Casi siempre los poblados del sur estaban rodeados de fracasos, miserias y dolores. Eran muy escasos los relatos con final feliz. Por ejemplo, al cumplirse 66 años, de la segunda tragedia del Río Imperial y sus vapores fluviales, el 10 de marzo de 1948, siendo las 10:25 horas de la mañana, se sumerge en las aguas el vapor Helvetia, en el ex Balseadero, tras chocar con la lancha fiscal, habiendo entre ellos 27 sobrevivientes y 43 fallecidos. 49 días antes, el 19 de enero del mismo año se hundiría en otro sector del río frente a la Isla Santa Inés, el vapor Cautín el cual  cobró la vida de otras 140 personas. Casi siempre la historia de las comunidades es la historia de sus propias derrotas y de escasas escaramuzas militares contra un grupo de desventurados desarmados de su misma nacionalidad que son abatidos en actos de gran crueldad y alevosa cobardía. Quizás por ello o por otra motivación hasta ese entonces desconocida, es que a finales del siglo pasado y post terremoto del 60, hubo una historia que resultaba asombrosa: como en el lejano oeste, una banda de cuatreros criollos –premunidos de pistolas y cubriéndose el rostro con pañuelos blancos- había asaltado exitosamente un Banco. Como la comunidad donde había acontecido el hecho delictual era pequeña, todos –de alguna manera- pasaron de ciudadanos ilustres a sospechosos. Los testimonios de quienes presenciaron la operación dijeron que era dirigido por una persona bien educada y que en ningún momento actuaron en forma despótica, por el contrario. Los ciudadanos del pueblo que iban a comprar un vehículo, realizar un viaje o hacer una mejora en sus propiedades, postergaban esa decisión para no ser rotulados –con justa razón- de sospechosos con pruebas evidentes. La policía local, apoyada fuertemente por los sabuesos de la policía civil regional, intentaban encontrar pistas entre los propios funcionarios del banco, los pocos cuentacorrentistas, los profesores de maletín de cuero y hasta en los funcionarios de la posta de salud donde el único profesional era un practicante, experto en vacunas. En una noche de vientos, vino y mujeres, en una desventurada mesa de tragos, el asaltante reconoció frente a su mejor amigo la autoría del hecho. Le contó detalles de la operación, de cómo fue planeada y del resultado exitoso que había tenido, lo que le provocaba grandes risas y sed que volvía a saciar con flamígeros vasos de vino. Jamás pensó que esa confesión podía traerle las consecuencias que le trajo. Sin embargo, desde el momento en que vio venir a los carabineros supo que quien fuera su mejor amigo, y por quien estaba dispuesto a dar la vida si fuese necesario y que años más tarde llegó a ser alcalde de esa localidad, lo había traicionado. Un grupo de carabineros armados de máuser hasta los dientes y fusiles de repetición, dicen, lo detuvo en su fundo, delante de su esposa y sus pequeños hijos: esposado y puesto al anca en su propio caballo lo hicieron atravesar el pueblo por la plaza pública como escarnio. Nadie podía creer que el asaltante de banco más buscado fuera ese señor respetable. Le habían puesto precio en ganado de pie a su cabeza y su amigo había cedido fácilmente a la tentación. Murió, años tarde, sin haber recobrado la libertad. Todos esos elementos, ingredientes y relatos fueron instalándose en el imaginario de un pueblo que se debate entre las inundaciones más atroces, la baja de sus productos agrícolas, las pestes y epidemias y -como en la vieja California- la búsqueda enceguecida de oro. Años más tarde, confesó que la única motivación que tuvo era cometer el delito perfecto, sin dejar rastros y sin siquiera caer en sospecha por la policía que, dicho sea de paso, no tenía los instrumentos tecnológicos que facilitaran su tarea. La única puerta abierta que dejó era esa confesión en la mesa de tragos de la cual se lamentaría todos los días que le quedaban. La vida de este señor estaba apegada a los cánones más estrictos de la moral ciudadana: activo participante de las misas dominicales, colaborador en cuanta causa justa se le propusiese, buen padre y mejor esposo, además con una condición económica que le permitía satisfacer todas sus necesidades hasta en una quinta generación, si quisiese y un enamorado de los paisaje bucólicos y los muelles, donde siempre se le veía. El asaltante jamás confesó con quiénes había realizado la limpia operación, aunque algunos sospechaban que se trataba de familiares. Le fueron requisados todos los bienes que poseía: tractores, máquinas de cosecha, animales y predios. Murió en el desamparo en una cárcel que no era visitada ni por los gatos. En ese pequeño mundo cabían todos los registros de la condición humana. Nunca supe si ese relato era real o si sólo era parte de la imaginación de un pueblo sin luz eléctrica y cuya memoria estaba anclada sólo en las catástrofes. Quizás, pensaba, se requería de un héroe que eludiera la acción policial, que burlara los sistemas de seguridad y pudiese hacer lo que muchos desearían y, además, por sobre todas las cosas, salir vivo de la operación sin dejar rastro: alguien que pudiera contar una historia con final feliz. Era posible que el héroe perteneciera al mundo mítico, después de las muchas catástrofes vividas en el río hasta antes del terremoto navegable y después del terremoto, cuando la gente huía atemorizada hasta los cerros, aunque no había peligro alguno de maremoto porque no había mar, entonces inventaron que toninas gigantes navegaban por el río destruyendo todo a su paso y que el puente colgante, recién inaugurado, había sido destruido de un aletazo por esos peces fenomenales y en diez, a más tardar quince minutos más, llegarían a la plaza con esas intenciones voraces y Dios nos libre si no nos encuentran confesados. Muchos años después, abordo un taxi para que me lleve a mi trabajo: el chofer tiene un rostro adusto, sufrido. Mal la ha pasado el hombre– pienso pero no digo una palabra. A su vez es amable, conversador y capaz que no tenga adulterado el taxímetro. Me dice que es del sur. Le pregunto, por mantener la conversación más que profundizar en el tema, por algunos nombres. Cuando nombro a un ex alcalde, casi salta el asiento. Sabe- me dice: se la tengo jurada. Espero regresar para cobrársela. El vendió a mi padre. El relato que siempre me pareció del mundo mítico, esa mañana cerca de la Rotonda Pérez Zujovic cobraba un valor distinto.

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