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Desde mediados de enero se exhibe en el Museo de Bellas Artes la exposición (En) Clave Masculino, basada en las obras patrimoniales del recinto. Gracias a la curadora Gloria Cortés, las pinturas del siglo XIX y parte del XX han sido ordenadas de acuerdo a los estereotipos de las fantasías eróticas de los varones y de sus autores. Dejando de lado los retratos coloniales del Mulato Gil de Castro, donde la figura del patriarca aparece en su severo esplendor, tres son las obras que motivan una reflexión. Una es el “El huaso y la lavandera” de Mauricio Rugendas. La escena de 1835 sorprendió a este artista alemán, quién había dejado Europa motivado por conocer el exotismo sudamericano. Gracias a su curiosidad, todavía se conservan dibujos y óleos sobre Brasil, México, Chile y Perú, todos realizados entre 1822 y 1846. El cuadro va más allá de la cotidianidad de una joven lavando y de un huaso que intenta robarle algunas palabras. La postura inclinada de ella parece sometida a la gallardía del hombre y del caballo, el cual sonríe con total seguridad en sí mismo. La simbología del agua fresca que se lleva la suciedad, evoca los miedos sociales del pecado, de la pureza y del cuerpo que debe ser limpiado de los malos deseos, aquellos que despiertan pasiones. Investigadores como Octavio Paz, Sonia Montecino y José Bengoa han definido el pasado campesino latinoamericano como una zona de dominio sobre la hacienda, los inquilinos y los animales. Al mismo tiempo, mencionan las jerarquías patriarcales, bastante bien presentadas por Eduardo Barrios y su novela de 1948 “Gran Señor y Rajadiablos”. De la misma época, las obras “Aguas abajo” de Marta Brunet y María Luisa Bombal con su “Historia de María Griselda”, también destacan esa relación de dominantes y dominados. Bajo el punto de vista femenino, los personajes se relacionan en el fundo, el burdel y el infierno. Así, vemos la sexualidad reprimida de la esposa y de las hijas del dueño de fundo, ante la presión del orden religioso, la obediencia al padre y al “deber ser”. El dinero, los regalos y favores pasan a ser la compra y venta del sexo, ya sea en el prostíbulo o para ganar el interés de alguna novia, que obviamente es visualizada como virgen y pura. No importa la posición social de la mujer, el sexo consentido a hurtadillas o robado a través de la violación, es castigado con el “exilio” y con la pérdida del honor y del respeto. Por supuesto, los hijos ilegítimos no tienen cabida en la familia del patrón y son considerados “huachos”, vocablo criollo que fue muy común para estigmatizar a los hijos de madre soltera durante décadas en Chile.

El huaso la lavandera de Mauricio Rugendas. 1835
El huaso la lavandera de Mauricio Rugendas. 1835

Las cautivas

El tema del rapto y el cautiverio es otro asunto que prospera en el imaginario masculino del siglo XIX. El francés Raimundo Monvoisin cayó seducido por la historia de Elisa Bravo Jaramillo de Bañados. La mujer fue parte de los pasajeros que viajaban en el barco “Joven Daniel”, que se hundió en 1849 frente a la desembocadura de los ríos Toltén e Imperial. Las noticias llegaron a Concepción indicando que varios de los náufragos habían caído en manos Mapuches, entre ellos, Elisa, quien estaba casada y con hijos. El artista pintó dos cuadros ilustrativos de este cautiverio que levantó polémicas, puesto que no solo promovió una imagen bárbara y horrorosa de los indígenas, sino que también incendió en la opinión pública la “necesidad” de colonizar el sur, proyecto que se puso en acción en 1881, después de la Guerra del Pacífico. Monvoisin hizo eco de las fantasías eróticas varoniles, pintando a una bella cautiva, cuyos hijos mestizos denuncian la posesión sexual de la que ha sido víctima. Pese a los esfuerzos liderados por el presidente de la república Manuel Bulnes, lo interesante de la historia es que Elisa Bravo no quiso ser rescatada. Esta negación despertó la curiosidad sobre las motivaciones de fondo. ¿Se había enamorado del lonko, padre de sus nuevos hijos? ¿Había perdido la razón? ¿Había sido compartida con otros hombres de la tribu? ¿Había recibido ayuda de las mujeres Mapuche? ¿Temía quizás el rechazo de su esposo chileno? ¿La vergüenza social de ser catalogada como mujer adúltera? ¿La censura por entregarse a un “salvaje”? El cautiverio no era extraño a principios del siglo XIX en el continente americano. La mujer rehén era parte del estilo sexual de la época, donde los colonos europeos capturaban indias para negociar tratados con las tribus. Lo mismo sucedía al revés. Diversas crónicas consignan que muchos caciques consideraban prestigioso tener una concubina blanca, a la que llamaban “Chiñura”. El pánico a ser raptada era una forma también de sometimiento. Más aún, cuando estaba bastante claro que el regreso a la sociedad era imposible. Hasta la fecha, se trata de una fantasía típica del machismo humano. Cada cierto tiempo, las noticias nacionales e internacionales informan sobre secuestros de jóvenes, quienes caen en manos de traficantes humanos o de algún psicópata que los encierra para su propio placer. También, existe el fenómeno del síndrome de Estocolmo, donde los rehenes terminan enamorados de sus captores.

La esclava sexual

La perla del mercader de Alfredo Valenzuela Puelma, 1884.
La perla del mercader de Alfredo Valenzuela Puelma, 1884.

Mientras los pintores extranjeros eran atraídos por el color local, varios de los artistas criollos volcaron su imaginación en la exuberancia del oriente. Uno de ellos fue Alfredo Valenzuela Puelma, quien pintó la “Perla del Mercader”, obra que caracteriza la colección del Museo de Bellas Artes. El tema deja al trasluz el viejo deseo de adquirir una esclava para el placer. Por supuesto, se trata de una adolescente virgen, lista para ser educada al gusto del comprador. La pintura, realizada a fines del siglo XIX causó bastante revuelo por el provocativo desnudo, que va más allá de las tradicionales mujeres tendidas en sus voluptuosos lechos o tomando baños en alguna vertiente. La exhibición deja abierta la pregunta sobre la ausencia del desnudo masculino y cómo este se remite a las figuras de la mitología griega, salvo algunos modelos de estudio. Quizás, se trata del miedo al homosexualismo, tema que se repliega en seres andróginos. Lo cierto es que lo masculino parece preferir la racionalidad psicológica del retrato y el autorretrato. Tal vez, somos las mujeres las destinadas a descubrir artísticamente a los varones en su sensualidad a flor de piel.

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2 Comentarios sobre “Arte y fantasías eróticas masculinas

  1. Hay un error en la leyenda de la segunda imagen. Ésta corresponde a la obra “La perla del mercader” y no a “Elisa Bravo en Cautiverio”

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