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Como si fuera otra yo asomo desde el silencio, desde la breve quietud, desde el centro de una amapola o en el origen de la estrella que cae mientras pido un deseo. Asomo de un rincón que entibió mis huesos e imágenes, historias y amores durante estos meses para poner al menos un pie decidido en el mundo, e intento volver a declararme ciudadana en ejercicio de plenos derechos. Mi bandera es la expresión.

El cuaderno se ha llenado de notas en este tiempo.

La paradoja: mientras evito el ruido tóxico de la city, me lleno de palabras, y nunca es un lleno total y nunca un vacío absoluto, es más bien un torrente que fluye según su propia historia, con su propio devenir –y sus misterios- y su cauce es esta página. Mi voluntad (alma-cerebro-mano) puesta en ello.

Yo solo hilvano las cuentas de un relato que se apropia de mí y se hace esto. Composición. Creación. Quizás la palabra sea al fin y al cabo esa belleza terrible de la que habla Rilke. La búsqueda del propio sentido que se urde con la trama de los textos. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué objeto elabora mi mente los contenidos inefables e inasibles transformándolos en signos, como quien transforma harina en pan? Lo sublime es un destello al que soy adicta. Adicta al destello.

Adicta a la luz. Al instante incandescente, al vuelo íntimo de Ícaro hacia el sol. La vista –los ojos del alma- puestos en la Ítaca de Kavafis. Adicta al secreto develado, al mito revivido, a las ilusiones utópicas, a sentar las bases de una realidad propia, a sentir el placer insolente de la revelación. Por eso no pido nada a cambio. Por eso estoy, incluso, dispuesta a pagar por ello.

De tal forma adicta que incluso en los túneles más oscuros encuentro una leve chispa, una ceniza latiendo su fuego, y me aferro a él. Mi mente se aferra y dibuja circunstancias y motivos (que nadie nunca sabrá de dónde vienen, a menos que apelen a la fe), y transforma el átomo encendido en forma, en materia literaria, en esto que leen ustedes ahora.

Cielo
Cielo

Y pido disculpas por ello. Hace tiempo comprendí (una hermosa epifanía) a qué se refería Juan Rulfo cuando expresaba sentirse culpable frente al reconocimiento a sus obras. Sabía, con sabia humildad, que no eran suyas. Tampoco son mías estas líneas, pero yo estoy aquí, estoica y dedicadamente, entregada al ejercicio de componer. Un dios acompaña estos vuelos creativos. Un dios que sopla en mi oído la forma, el modo, los materiales, qué herramientas, sin que yo sea apenas consciente de ello. Los griegos la llamaron Musa. La Aurora homérica de Rosados Dedos cantando la ira del pélida Aquiles. Un ángel cuya presencia derribaría en un instante nuestra razón. Un dios que acerca su dedo y roza la yema del nuestro, apenas un roce, para no trastornarnos con su fuerza.

Somos meros traductores. Todos los creadores no somos más que eso… vigías en la noche cargando una antorcha, que ni siquiera nos pertenece, cantando con voz destemplada el tiempo. Puentes, canales, cauces, surcos. Metaleros o Místicos. Conscientes o no. Mientras menos conscientes, más aferrados al ego. Y mientras más aferrados al ego, más oscuros, más pesados, más cansados, perdidos en ciénagas. Porque también a veces el torrente creativo deja de fluir, y debemos caminar por Tierras Baldías; porque a veces, desborda, y somos anulados bajo la fuerza tremenda de la corriente mental, del flujo. Y podemos elegir entre dejarnos llevar, humildemente. Con la humildad del guijarro de León Felipe. O convertirnos en rocas que obstruyen por ego lo que dios tiene para decir.

Encadenados al espejo que refleja nuestra imagen, encadenados a la imagen de nosotros mismos que creemos ser, encadenados en la Caverna de lo inmediato, nos transformamos en bestias de carga de infernales círculos.

Roca.
Roca.

Pienso en los mártires de la creación. En aquellos desbordados por su propia sicosis. Lazarillos de la adicción al placer que provoca crear y ver y verse, desprendidos del afluente, separados del curso luminoso de la experiencia (aquí y ahora) de formar parte de un universo, cuyo mensaje nos es dado intuir. Las y los que impregnaron su sangre en maravillosos mensajes, que desgarraron su piel en el intento, que saltaron al abismo o murieron como escorpiones producto de su propio veneno creativo. La luz no es sin su contraparte. Y Tánatos muchas veces termina por gobernar.

Es un riesgo latente la invitación a evadirse de este destino. A abandonar la corporalidad que limita el contacto con lo etéreo para formar parte de él, de una vez por todas. Pero es también un riesgo creer que la creación depende de nosotros. Nosotros, que no somos más que una diminuta partícula del universo, apenas el redoble de un eco, menos que arena. Nosotros que hemos creído que podemos nombrar a dios con nuestros limitados lenguajes. Nosotros que hemos confiado más en la materialidad del agua que en la fuente, que hemos creído que la imitación bastaba para hacernos artífices.

En fin, mi lengua está en este mundo. Con ustedes. Ahora que me asomo desde el silencio para traducir, en medio del ruido de la city, un mensaje que incluso yo misma desconozco. Y recito mentalmente a Whitman. Y me celebro y nos celebro; aquí y ahora y mientras tanto.

Montaña.
Montaña.

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