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Despierto como de una pesadilla. En una de las últimas informaciones que revisé anoche, estaba la de una nueva y brutal agresión contra una mujer. En Coyhaique –donde viví varios años- encuentran a una mujer de 28 años (“noticia en desarrollo”) golpeada, agredida sexualmente, con fractura de cráneo y sin los ojos. Es tan castrador el castigo, tan profundo esta vez… Imagino una situación posible, intentando comprender. ¿Qué ocurrió? ¿Qué fue ocurriendo para que seamos testigos de un desenlace tan trágico? Para que nos hagamos, de un modo u otro, partícipes de tanto dolor.

-¿A quién mirabai, tanto, maraca?

-¿Qué? ¿No puedo mirar? Si para eso tengo ojos, poh…

– Vai a ver, conchetumadre.

-¿Me estai amenazando, hijo de puta?

La víctima se encuentra con respiración artificial, en el Hospital Regional. El marido fue detenido como presunto agresor, consigna la prensa, que mañana hablará de otra cosa. Cambiará un titular de violencia por otro, y sumidos en la información fugaz nos olvidaremos de esa rabia, de esos ojos, arrancados de cuajo, de esa mirada violentada por un agresor, víctima también de su incapacidad de respetar, con amor, la mirada de otr@.

Y pienso, con una triste desesperanza, que estamos demasiado lejos, que a cada segundo nos alejamos de un mundo de paz posible. Cómo no. Vivimos en un mundo enrabiado, que precisa la euforia y el desapego de los valores más humanos, que nos cuestionan y nos culpan, de modo que preferimos eludirlos. Lo pienso con una desesperanza activa, con esa militancia insistente de creer que es posible que cambiemos, y me digo, en virtud de mis lágrimas y de una militancia de género que en Coyhaique, particularmente, se tradujo en múltiples acciones, intenciones y comunicaciones que intentaban abrir conciencia sobre la necesidad de cambios urgentes en la visión de las relaciones de género, en una región en cuya historia la mayoría de las mujeres no aparece más que cocinando o levantando tiendas y que sin embargo, dependió en gran medida de ellas. Donde escuché feroces testimonios de violencia contra las mujeres.

Lo pienso con el alma resentida, imaginado que quizás ese mundo posible no esté en este lugar, que hemos infectado al punto de matarnos a nosotros mismos. Lo pienso desde la oscuridad que produce la duda sobre las posibilidades de transformarnos.

Me viene a la mente la cita de Brecht: “La unidad mínima de una sociedad no es un individuo; son dos”. Me viene a la mente el poema de Hernández: “Porque donde unas cuencas vacías amanezcan, ella pondrá dos ojos de futura mirada, y hará que nuevos ojos y nuevas piernas crezcan, en la carne talada”.

Me viene al alma la palabra libertad que titula ese poema, y me pregunto… ¿Es posible que antes de perder los ojos ella no advirtiera la violencia en él? ¿No hubo señales? ¿Anticipaciones? ¿No hubo un modo de relación que se sostenía en el tiempo? ¿No lo conocía? Y esos ojos ausentes me responden, tristemente, que nos entrenan para no ver la violencia. Nos entrenan para negarla. Nos hacen cómplices, desde la infancia, de un modo de relacionarnos que implica poner a l@s otr@s en un lugar de inferioridad, para lograr cumplir las expectativas que la cultura –violentándonos así, desde los primeros pasos- nos impone. Nos entrenan para defendernos, no para cambiarla. Nos entrena el bulling, la familia muchas veces. La señora que se cuela en la cola del supermercado, el automovilista que no respeta al peatón, el ciclista que atropella porque la ciclovía es exclusiva, los medios con sus miedos y catástrofes, la ciudad, los semáforos, la gente. Naturalizamos la violencia. Llenamos el lenguaje de fórmulas que agreden, descalifican, se burlan.

Y me imagino el despertar de esos dos seres, después de la psicosis, las heridas, el dolor. Ella verá oscuridad, y más al fondo un alma rota, cuya recuperación implica un acto de valentía casi sobrehumano. Él, si la justicia alcanza su altura, rejas, posiblemente de por vida, y para sanar requerirá un acto de valentía casi sobrehumano.

Edipo se arrancó a sí mismo los ojos en castigo por no haber visto lo que debió ser evidente, sino para su visión, al menos para su alma. ¿Qué no vemos cuando establecemos relaciones de tal naturaleza que desembocan en muerte y desgarro? ¿Qué buscamos en las relaciones, que terminan dándonos en lugar de amor y ternura, castigo y represión? ¿Por qué nos sometemos a las demandas que nos exigen más de lo que somos capaces? ¿Nos modelan punitivamente para ser lo que la sociedad espera que seamos, rotulando el éxito, la realización, la felicidad con eslóganes que nos compran el alma? ¿Qué transamos cuando dejamos que la violencia se establezca en nuestras vidas? La desigualdad, la falta de oportunidades, la carencia del “Cuarto propio”, son formas de violencia con las que vivimos y morimos, según dónde y cómo nacemos. Violencias explícitas, solapadas, aceptadas, negociadas, encubiertas, enemigas. Y de tanto en tanto, esa bomba de tiempo, estalla.

Creo, más allá de las reivindicaciones de género -que a veces traen muros y fronteras- que en cada uno existe una luz, una maravillosa luz que el dolor, la rabia, la frustración van convirtiendo en fantasma, y en su lugar ganan terreno ciertas terribles sombras, para traducirse en temor, celos, deseos perturbados, caminos ciegos. Pero está ahí. Y es la semilla de la posibilidad. Empezar a reconocernos iguales, en derechos y deberes. Ser responsables por los otros, y ser responsables con nosotr@s mism@s. Hacernos cargo de la paz.

Creo que el cambio viene del alma, del deseo de ser san@s. No alcanza con las normas.

Y tal vez por eso escribo estas letras…

Y le pido al universo que le de nuevos ojos a ellas. A él, una nueva mirada.

A nosotros una llamarada que nos alumbre, que transforme lo que no somos capaces de cambiar por nosotros mismos, para que vaya siendo cierto que NI UNA MÁS. NI UNO MÁS. NADIE MÁS, NUNCA MÁS.

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