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El sol brilla esplendorosamente en esta parte del mundo, entibia tímidamente bajo sus rayos, y da una tregua al frío de los últimos días. En India, hace unas semanas, una ola gélida arrojó al Ganges algunas muertes, en París las inundaciones hacen temblar muchos cuerpos sin abrigo, en Buenos Aires hay campañas en las esquinas para juntar ropa para quienes necesiten. Mi amiga Mónica de Simone comparte en facebook esta iniciativa y es motivo para hablar con ella por chat.

Hace varias lunas que no compartimos, y ese contacto me trae tibieza. Los rayos cobran más fuerza. Es mediodía. Mónica llama a replicar la idea de reunir y entregar ropa de invierno a quienes la necesiten.

El Ministerio de Desarrollo Social compartió el número 800104777, que Patricia Moscoso comparte en su muro y yo, a mi vez, y otras y otros. Es para dar aviso de personas en situación de calle, por las bajas temperaturas invernales y darles refugio en el Hogar de Cristo. Cuerpos que sienten frío.

Me gusta la preocupación que sienten ellas. Me identifica y me llama.

Camino a casa, por la ruta 5 sur, veo poblaciones callampas, cercanas a las grandes circunvalaciones, y pienso en su frío. Las manos heladas. Los pies, ateridos. Y en la tristeza que provoca no tener abrigo. El desamparo multiplicado bajo unas mantas sucias y roídas. La desesperación y la desesperanza que acompañan los escalofríos. En ese gesto cruel de la ciudad, en sus bordes. Esa mueca del sistema hacedor de desigualdades.

El invierno tiene sus cualidades. Hace que todo sea más pesado, más lento, más incómodo. Sobran paraguas y chaquetones en los metros, las mochilas van al reviente, en lugares cerrados nos acaloramos, en lugares abiertos el frío seco nos triza la cara, o la humedad nos penetra. Las vitrinas exhiben ropas cálidas, se venden más caras las estufas. En los campos humean las chimeneas y aparecen carteles escritos con tiza de venta de leña y carbón, tejemos y compramos calcetines de lana para mis hijos y bufandas para regalar. Las lanas gruesas cobran vida en el canasto de los tejidos y destierran a los hilos y algodones. Cuesta más decidirse a salir de la casa y dan más ganas de volver. La lluvia abre surcos en la tierra que sirven como huellas de lo que somos. El paisaje destila sus colores otoñales con las gotas del rocío y la escarcha del amanecer.

Compramos guantes y chiporros y encendemos las estufas y nos apegamos a ellas, y nos sentimos protegidos, acogidos, cómodos. Y es como debiera ser, porque el calor no puede ser un bien exclusivo. Es fundamental, como el agua, como la comida. Como la belleza. Un bien básico.

Bendiciones y desafíos de un ciclo que nos llama a refugiarnos, a reencontrarnos, a recobrarnos, pero que no es igual para todos. Y el frío es una forma de violencia social. Nadie debe carecer de refugio. Nadie debe morir congelado. Nadie debe carecer de tibieza.

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