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Andaba en busca de la felicidad. Ese paraíso que habita un poco malherido en el rincón de la memoria colectiva; un arquetipo deslumbrante, llamando con sus cantos de sirena. Como Diógenes, buscando un hombre, buscaba la felicidad y se preguntaba por ella con ebria insistencia nostálgica. Era un borracho llorón que destilaba versos cuya luz ilumina como el fuego de las hogueras en el hogar.  De inconstante, inasible, entrañable tibieza, versos escritos con mano temblorosa de alcohólico sin redención, vagabundo muchas veces, abandonado de sí. Ausente, dislocado. Caminando sobre los rieles de la vida, esperando un tren que nunca iba a ninguna parte, para regresar a un lugar al que nunca llegaba.

Llevaba una lámpara encendida en una mano (ésta, la misma mano con que escribo), irónicamente señalando un camino que siempre entre penumbras, se anuncia como el umbral apoteósico de un estado de alegría permanente. Es lo que buscamos, me digo, todos y todas, cada uno y cada una de nosotros.  Su poesía tiene olor a leña, el espacio huele a bosque y siempre hay ventoleras, crujen los pasos en grandes casas silenciosas, donde alguna vez fuimos felices, las manos de un poeta un poco sucias, trasnochadas, escriben con carboncillo versos en servilletas y los bares tienen las llaves que nos llevan a otro mundo, para encontrar lo que en éste nunca hallamos.

Así es la poesía de Jorge Teillier que se quedó entre nosotros, más allá de los días.

Entre sus líneas desfilan tristemente los poetas, vagabundos, pobres y suicidas reivindicando, fantasmales, un mundo que se fue, llevándose consigo el mito. Como una parca maliciosa, la historia fue cortando el hilo que nos unía a lo sagrado. Lo sagrado permanente. El lugar de la paz y la abundancia.

Teillier se declaraba apolítico y con razón. Hay un profundo desdén del poder en la construcción de sus mundos poéticos. Las ficciones de su poesía iluminan con detalle, como haría el pincel de Vermeer (poniendo en ello la luz misma), escenas de marginalidad, donde el poder no penetró, últimas huellas de un mundo perdido.

Yo busco la esperanza en sus versos. Lucen siempre tristes, como charcos después de la lluvia, residuos sucios de la transparencia del agua que hace unos instantes limpiaba todo con un pincel de pureza. Queda en esas pozas el recado de un instante que se fue, el dibujo más cercano de lo que perdimos, y que nunca volverá a ser ya del mismo modo. Lágrimas de barro donde el infinito estampa su rostro fugaz.

Un 24 de junio del 35, vino al mundo Teillier con su voz, mientras la de Gardel se apagaba–siempre se dice esto cuando se lo reseña. Por eso lo recordamos en estos días, en que ya no está.

Ya no habrá nuevos versos, pero los que quedan en sus libros seguirán rondando en esta casa en ruinas, en los espejos llenos de polvo de la poesía, iluminados cada tanto por la antorcha de algún lector extraviado que transita un camino que nunca existió.

(4:44 am)

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