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Si la propiedad de por vida fuese prohibida, el ser humano se miraría más de dentro hacia fuera que de fuera hacia dentro. En un escenario en el que solo fuese posible alquilar los bienes que generalmente hoy poseemos, salvo aquellos de consumo necesario y generalmente perecedero, la propiedad privada permanente sería vista como un atentado contra el equilibrio del Planeta y la sostenibilidad de la vida animal y vegetal. Porque todas las cosas tienen su origen en los recursos que la Tierra nos ofrece.

Así podríamos disfrutar del reloj que jamás alcanzaremos a comprar, del coche que deseamos conducir un ratito sin tener que preocuparnos por dónde lo guardamos tras mostrárselo a la vecindad, del televisor más moderno en el que ver cómo antiguas pasiones nos encienden, del Polo que nos gustaría lucir, aunque luego siguiese cabalgando en el pecho de otro, del piso en la playa que solo ocuparíamos la quincena que pagamos, del teléfono inteligente cargado de aplicaciones para disfrutar de una vida en renting… de tantas cosas que hoy nos están vedadas porque si estuviesen al alcance de todo el mundo ya no sería lo mismo. La exclusividad se paga cara.

Cosas, por cierto, que cuando ya poseemos a menudo dejan de emocionarnos. Una vez que el ‘peluco’ que anuncia James Bond luce en nuestra muñeca y calma la ansiedad de poseerlo, dejamos de segregar hedonismo y entonces miramos a la siguiente edición, que muy probablemente vuelva a promocionar 007 mientras se toma un Dry Martini no agitado. Es más, si supiésemos que podríamos volver a alquilarlo, tal máquina no retornaría a ser objeto de nuestra agitación, sino el recuerdo de un tiempo que será mejor o peor en función de nuestros sentimientos, no de nuestros deseos.

Incluso los conocimientos habrían de ser compartidos, porque estaría prohibido guardarse los pensamientos que pueden contribuir al bienestar de la comunidad. Los jugadores de ventaja serían meros contrincantes de dominó entre rejas, trampeándose entre sí en un juego infinito de suma cero. En la Bolsa las acciones no se comprarían y venderían por el precio que alimenta la expectativa de lo que alguien puede llegar a pagar en un futuro más o menos inmediato, sino por el valor que realmente tienen en ese momento. Así no ganarían siempre los mismos, aquellos para los que perder es solo una parte del juego (y además genera bases imponibles negativas, que buena falta les hace).

En ese tiempo el valor de tener sería muy inferior al de ser y el de ser menos placentero que el de estar. El tiempo óptimo sería estar siendo, es decir, disfrutar de efímeras posesiones mientras compartes tus experiencias. Y no habría posesión más valiosa que los afectos y los recuerdos.

Si la propiedad absoluta fuese prohibida, las personas se dedicarían a coleccionar sus auténticas memorias, aquellas que no se escriben, sino que se practican. Entonces y solo entonces desde la ventanilla del avión se vería un mundo sin fronteras políticas y económicas, pintado de verde clorofila y azul océano, plagado de seres ricos en experiencias y amistades, habitado por personas que proyectarían su belleza desde el interior de su alma prestando sus recuerdos para que otros pudieran compartir su fortuna.

Un mundo en alquiler que no podría ser comprado ni vendido.

(Artículo publicado en la revista NT)

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