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Muchos litros de tinta se han vertido para analizar las verdaderas causas del triunfo electoral de determinado personaje en tal o cual país, cuando ya pareciera que las decisiones de los electores se rigen cada vez menos por cuestiones ideológicas sino por la capacidad del candidato de leer certeramente el momento de cada nación.

Se podrá decir que hay asuntos ideológicos que no se pueden ceder, que no es posible aceptar a un marxista o a un fascista, dependiendo de la perspectiva de cada cual, pero lo cierto es que al elector le importa especialmente que sus problemas sean atendidos, sin importarle mucho las posiciones doctrinarias, como si estas no fueran tan relevantes como la eficiencia.

Por supuesto, esta disposición se ve defraudada cuando el discurso del candidato no se cumple cuando llega al poder, ni tampoco cuando la nueva autoridad asume que, una vez electa, ya no hay forma de quitarle el puesto.   En una democracia tienen que existir los mecanismos para hacer exigibles las promesas de campaña, pero cumpliendo con un mínimo de lo ofrecido el votante no hace mayores cuestionamientos.

En definitiva, triunfa quien es capaz de leer las expectativas de la sociedad y puede actuar en forma coherente con sus propuestas.  Eso es lo que ha sucedido con Donald Trump, con el Brexit y otras decisiones democráticas que han sorprendido a los que siguen pensando que la sociedad se divide entre un “nosotros” moralmente superior y un “ellos” que siempre postulan el error; entre los “buenos” y los “malos”; en un mundo en blanco y negro.

Pareciera que la ciudadanía pasa de largo de esas etiquetas y opta por quien la entiende y la atiende, con un pragmatismo que podría ser la marca del presente siglo y una eficiencia que cada vez más se configura como un requisito mínimo para la actividad política.   Evidentemente el político tiene el deber de orientar la marcha de la sociedad, pero lo hace a partir de una realidad concreta y no de abstracciones ni de buenas intenciones basadas en suposiciones sin base real.

A raíz del caso de Trump se ha insistido en que su elección es un castigo a las élites pero lo que se olvida decir es que las élites no están definidas por una especie de carácter aristocrático de quienes las componen, sino por su distanciamiento de la gente común y corriente, la que cree que merece mejores oportunidades, a la que se le ha mostrado un mundo de mayor consumo y protección social del que tuvieron sus antepasados.  Para ellos, que son una mayoría, lo que cuenta es que el candidato los comprenda y no creen ya en promesas respecto al paraíso en la Tierra.

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