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El Roto, dibujante cuya acidez ilustra las páginas de El País, publicaba una viñeta el pasado día 30 de julio que ponía el dedo en la llaga.

Parafraseando a Rocío Jurado, “se nos rompió la mentira de tanto usarla“. El abuso del embuste, las versiones partidarias, las fantasías conscientes y las medias verdades han deteriorado la credibilidad de las personas y, por asociación, de las instituciones. Tal menoscabo queda reflejado año tras año en el Trust Barometer que Edelman presenta con motivo de la celebración del World Economic Forum en Davos (Suiza). A los bajos niveles de confianza que detecta el barómetro se ha unido recientemente el aumento de la brecha que separa a la población en general del público informado, una nueva expresión de la desigualdad que amenaza al crecimiento económico y aumenta los riesgos de enfrentamiento social.

La confianza es un valor de la persona imprescindible para gestionar sus relaciones sociales. La sociedad, a su vez, necesita confiar en los individuos para organizarse. La confianza se sustenta en tres juicios: la sinceridad, la competencia y la credibilidad. Los dos primeros conectan con hechos ya pasados, mientras que el tercero es una expectativa que se proyecta hacia el futuro.

La sinceridad (en el otro) se construye mediante la evaluación de la coherencia entre lo que se dice y lo que se hace y también entre lo que se piensa y lo que se expresa. La sinceridad está relacionada con la verdad, pero sobre todo con la verdad en la que el otro cree y que no tiene por qué coincidir con la propia.

La competencia es la capacidad que atribuimos a las personas acerca de lo que creemos que son capaces de hacer, es decir, si están habilitadas o no para cumplir sus ofertas. En el mundo empresarial la competencia se construye esencialmente con resultados. Por ello, tiene un componente que está relacionado con la formación y otro con el desempeño. Es una combinación de aptitud y actitud.

La credibilidad es una forma de predecir el futuro y, como tal augurio, está influido por incertidumbres. La forma de reducir el nivel de incertidumbre es situar la predicción en el contexto de las experiencias pasadas. Es así como los dos anteriores componentes o dimensiones de la confianza (sinceridad y competencia) resultan de gran utilidad para fundar el juicio acerca de lo que esperamos que ocurra.

Los tres componentes de la confianza se manifiestan en el lenguaje. Una promesa no existe hasta que se declara. Si no se declara, es una mera expectativa. La competencia, la precisión y, sobremanera, la responsabilidad en el uso del lenguaje resultan determinantes para la generación de confianza o, en su defecto, de desconfianza. La confianza es un gas emocional cuya fuga es inmediatamente ocupada por la suspicacia.

La falta de sinceridad, la escasez de competencia y, como consecuencia de las dos anteriores, el déficit de credibilidad explican que la mentira se haya vuelto menos creíble, según El Roto. Es más, nunca debería hacer merecido siquiera el beneficio de la duda a propósito de su eficacia. En sentido opuesto, la abundancia de mentira ha revalorizado la verdad, que se ha convertido, como el perdón, en una buena estrategia de comunicación. Si la verdad fuese copiosa no sería una opción, sino una imposición, una condición sine qua non para comunicar.

Me temo que aunque los adalides de las versiones incrementen la dosis de hipnosis la mentira seguirá perdiendo eficacia. La pena es que la razón de tal retroceso no sea la maldad intrínseca de la falacia, sino su profusión. Desde luego, los comunicadores no debemos contribuir a que la mentira en todas sus formas, ninguna de ellas piadosa con la realidad, enfangue nuestras prácticas. No solo somos dueños de nuestra verdad, sino también propietarios en comandita de un atributo indispensable para el progreso de las sociedades.

Y la confianza en nuestra profesión también está en juego.

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