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En los cincuenta, una mujer irrumpió en la escena cultural de Chile como ninguna otra. Era el rostro, la voz y la palabra de quienes en esa época callaban ante el machismo omnipresente. Una “maldita”, según algunos; una “punk”, según otros. Lo cierto es que, tanto por sus versos como también por su belleza, cautivó a todo aquel que se cruzaba ante ella. La Colorina, como era llamada Stella Díaz Varín, dejó una huella imborrable en la historia de la literatura chilena. Y en agosto de este año se cumplen 90 años de su natalicio.

En un documental, que es el único que se ha hecho sobre su vida, de Fernando Guzzoni y Werner Giesen, la poeta cuenta la historia sobre su tatuaje. “1948. Estábamos perseguidos por Gabriel González Videla. Y había que matar a Gabriel González Videla, el creador del “Campo de Pisagua”. Se murió en su cama el roto mugriento, malacatoso y estúpido. Entonces decidimos ¡tatuarnos!, para unirnos y pescar a este hombre y matarlo. Nos juntamos en un bar de mala muerte, El Club del Ciclista, que estaba en calle Puente. Y ahí estábamos entre unos gallos bastante malacatosos, y contratamos a un tatuador que era habitué. Yo estuve como tres meses con este brazo convertido en una monstruosidad, todo esto infectado. En ese tiempo, tener un tatuaje era ya pertenecer a lo más under que te puedas imaginar. Entonces dije ‘¡yo!’; mano izquierda y el tipo lo copió”. Así de rupturista era Stella, La Colorina.

Era invierno cuando llegó a este mundo. Nació el 11 de agosto de 1926, en La Serena. Su habilidad con la escritura fue precoz: escribió desde muy pequeña para diarios locales. Eso, hasta que emigró a Santiago. Antes de partir, su madre lloró y su hermano mayor le pegó. Llegó a la capital en mayo de 1947. Tenía 18 años. Viajó en tren y solo con una maleta de cartón en una de sus manos. Su sueño era convertirse en psiquiatra, por lo que decidió ingresar a Medicina. Pero no alcanzó a completar el tercer año. En esa decisión influyeron la bohemia, la poesía y el cierre de todos los medios en que trabajó desde que llegó: El Siglo, La Opinión, El Extra y La Hora.

En ese tiempo, integró la Alianza de Intelectuales de Chile, que dirigía Pablo Neruda, quien también fue su amigo. Por lo mismo, no quedó excluida de la bohemia capitalina; comenzó a frecuentar el café Iris y El Bosco. En esas tertulias, la poeta deslumbró por su cabellera roja, figura imponente y voz grave; también por su pensamiento, lealtad, convicción, inteligencia, feminismo y valentía. Era única. Todos querían compartir con ella o, en el mejor de los casos, que se acercara a sus mesas. Así conoció —por nombrar algunos— a Nicaror Parra, Alejandro Jodorowsky, Enrique Lihn, Jorge Teillier, Mariano Latorre, Luis Oyarzún, José Donoso y Ricardo Latcham. Era la musa de la Generación del 50.

Pero no todo fueron fiestas, versos y alcohol. También se enamoró. Primero de Parra, después de Jodorowsky. Según cuentan, el antipoeta le habría dedicado —entre varias, pero principalmente a ella— La Víbora. “Durante largos años estuve condenado a adorar a una mujer despreciable / Sacrificarme por ella, sufrir humillaciones y burlas sin cuento, / Trabajar día y noche para alimentarla y vestirla, / Llevar a cabo algunos delitos, cometer algunas faltas, / A la luz de la luna realizar pequeños robos, / Falsificaciones de documentos comprometedores, /So pena de caer en descrédito ante sus ojos fascinantes.”, dice un extracto del poema.

Jodorowsky tenía alrededor de 21 años cuando la conoció. Según cuenta —a Guzzoni y Giesen—, era virgen y solo había salido con “jóvenes delicadas”. Eso, hasta que, en el Iris, vio a una mujer —una hembra— con un abrigo de piel y fumando una pipa; de cabello rojo que le llegaba a las rodillas y con la cara y los pies pintados con acuarela. Era una “poeta boxeadora”, según el mesero del lugar, quien afirmaba que cuando La Colorina se emborrachaba, mostraba los senos, y a quien intentaba tocárselos, le daba un puñetazo. Quedó fascinado. Por eso, cuando Stella se marchó en una micro, él la siguió y se sentó un asiento antes; es más, se bajó junto con ella. Ahí la poeta lo enfrentó, y él terminó invitándola a una cerveza, y ella leyéndole un poema. Luego, Jodorowsky la acompañó a la pensión donde se alojaba, situada cerca del Instituto Pedagógico. Ahí se sentaron delante de la puerta. De pronto, Stella lo sorprendió con un mordisco en la oreja. Así partió su historia.

Cuando la periodista Claudia Donoso le pregunta sobre la bohemia y su relación con otros del 50, Stella afirma: “Éramos poetas, artesanos, pintores; éramos mimos, bailarines, trasnochadores y no éramos borrachos. Éramos seres que creíamos en cosas. En realidad, vivíamos alienados y era una locura muy hermosa, preciosa, bellísima. Por supuesto que había mucha canallada, lógicamente, pero la realidad era real, no era una realidad virtual”. Del mismo modo, revela que solo hubo amistad con Enrique Lihn, quien en Los dones previsibles la describe como “una tenebrosa cantante desconsolada y también frenética, orgullosa de sus imágenes y negligente en relación al sentido de su canto”. “Hubo una relación muy linda, pero yo era amiga de estos gallos. Y Jorge Teillier una vez me dijo: ‘¿Sabes por qué te queremos tanto Stella? ¿Sabes por qué nunca vamos a pelear? Porque nunca te metiste en la cama de ninguno de nosotros’”, le confiesa la poeta a Donoso.

Así como experimentó el amor, también se enfrentó a escollos e infortunios. En una cita, un individuo la engañó y se aprovechó de ella: la violó; Stella era virgen. Para su desgracia, de ese incidente nació su primer hijo. Estaba destrozada. Pero, sin titubear, salió adelante, siempre inquebrantable. Por lo mismo, decidió casarse en 1950 con el arquitecto Luis Viveros. De esa relación nacieron tres hijos más, que murieron a temprana edad. Su relación con Viveros no prosperó.

La llegada de la dictadura fue otro de los sucesos tristes para Stella, quizás uno de los más atroces. Una camioneta, conducida por un agente de inteligencia, estuvo quince días esperándola afuera de su hogar. Por esta razón, una amiga la fue a buscar para llevarla a su casa. Sin embargo, en marzo de 1974, ambas fueron atropelladas por el vehículo espía. Su amiga, desde la posta, llamó a Ester Matte —otra de sus amigas—, quien alertó a su madre para ir en busca de Stella. Ese llamado le salvó la vida. Según cuenta la poeta —también a Donoso—, tras ese escabroso incidente, estuvo más de un año “enyesada hasta las rodillas”, cuyas secuelas se manifestaron hasta el final de sus días.

Su obra no es vasta, pero imprescindible en la literatura chilena. En 1949, a los 23 años, publicó su primer libro, Razón de mi ser. A esa obra le siguieron Sinfonía del hombre fósil y otros poemas (1953), Tiempo, medida imaginaria (1959) y, más tarde, Los dones previsibles. Este último fue galardonado con el Premio Pedro de Oña. En 1993 se publica La Arenera y, ese mismo año, es premiada por el Consejo Nacional del Libro. En 1999, tras ganar un Fondart, publicó De cuerpo presente. Todo esto, sin contar homenajes, antologías, tesis y viajes por chile y el extranjero. Uno de los más emblemáticos es el que hace a Cuba, donde presentó un ensayo sobre poesía chilena en la Casa de las Américas. En ese país es homenajeada con Stella Díaz Varín: Poesía, una antología de sus poemas.

Stella, La Colorina, acabó sola y empobrecida; sumida en el alcohol. De hecho, catalogada como ‘indigente’ en el sistema de salud pública. Una de las poetas más importantes de Chile terminó recibiendo una pensión de gracia cercana a los 60 mil pesos que, por supuesto, no le alcanzaba para llegar a fin de mes.

La mujer que encantó a toda una generación de creadores; que se enfrentó al patriarcado y a los opresores; que inspiró con versos autobiográficos; que se enfrentó con dignidad y no como objeto al sexo opuesto; que golpeó a Lafourcade por denunciarla en un diario que perseguía a quienes pensaban como ella; que fue amiga de Neruda y se dio el lujo de apedrear su casa por no invitarla a una fiesta; que le gritó a Lagos “¡No te creo nada!”; que terminó sus días escribiendo, pese al olvido y la marginación social, y que finalmente murió de cáncer, en 2006. Por todo lo que fuiste y por todo lo que no quisiste ser. Te recuerdo, Stella.

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