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“¿Dónde empieza el final del mar? O más aún: ¿a qué nos referimos cuando decimos mar? ¿Nos referimos al inmenso monstruo capaz de devorar cualquier cosa o esa ola que espuma en tomo a nuestros pies? ¿Al agua que te cabe en el cuenco de la mano o al abismo que nadie puede ver? ¿Lo decimos todo con una sola palabra o con una sola palabra lo ocultamos todo?”.
Océano mar (Alessandro Baricco)

Mirado desde el mar, Chile se ve distinto. No tanto, pero distinto. Al menos viajar hacia el sur por la costa es una experiencia diferente que supone abandonar la súper-carretera 5 para tomar rutas más sinuosas y entrecortadas. Bellos caminos que nos recuerdan que antes del asfalto, las barreras de contención, las señaléticas y los peajes, hubo puestos de pan amasado, tortillas y frutas de la zona.

Todo más lento, desde el acelerado juicio capitalino, y con más personas, de ésas de carne y hueso. Con más riesgo, también, porque la rotura de neumáticos y del tubo de escape suelen distraer a los viajeros.

Con todo aquello, viajar desde Santiago hacia el sur por la costa nos devela aquello que a menudo olvidamos. La triste deforestación de los cerros, ahora calvos, de Bucalemu y Paredones, que nos recuerdan el paso del ser humano convertido en industria desregulada y voraz.

Deforestación Fotografía de Sandra Rojas
Deforestación Fotografía de Sandra Rojas

Pero también las esperanzadoras plantas o “parcelas” donde se produce la sal del mar, un oficio artesanal que se remonta al tiempo de los Incas. Allí, hombres y mujeres “secan el mar” con la siembra y cosecha de la sal, que se ha convertido en un producto gourmet. Un regalo del mar, sabroso y cariñoso, para las cocinas más sofisticadas.

El camino, siguiendo hacia el sur, se hace sinuoso y más angosto. Aparecen las caletas: Lipimávida, Pichibudi, Duao, Iloca y Putú, entre otras, hasta llegar a Constitución. Todas, testimonio de fragilidad. Todas, marcadas por la tragedia del mar, voluptuoso y arrasador, del 27 de febrero de hace seis años. Las cruces blancas, recuerdan a los muertos, la mayoría de ellos turistas que no creyeron ni imaginaron hasta donde llegaría la furia marina. Los lugareños lo sabían y corrieron al cerro, tal como lo hacían sus padres y sus abuelos. Ellos conocían el mar.

Cruz que recuerda 27F Fotografía de Sandra Rojas
Cruz que recuerda 27F Fotografía de Sandra Rojas

La ruta costera nos lleva a Chanco, Pelluhue, Curanipe, Tregualemu y Pullay. Lugares de mar y campo, haciendo la síntesis que nunca nos dijeron que era posible en las clases de historia y geografía del colegio.

Luego, Buchupureo y Cobquecura que nos desvía hacia el centro. El camino costero está en construcción y debemos seguir por Quirihue, Trehuaco y Coelemu. Retomamos en Dichato y Lirquén, que nos recibe con los mejores pejerreyes fritos de la temporada.

Para recorrer la costa del Golfo de Arauco, las rutas se hacen más difíciles y ya después de Tirúa, con su impecable costanera post 27F, el camino es de tierra. En territorio lafquenche, el conflicto se siente: presencia de Carabineros con trajes especiales para combate, grandes vehículos quemados en el camino (¿los dejaron botados o los acaban de quemar?) y mensajes en los muros.

Contradictoriamente, el Lago Budi se ve de una paz inalterable. El sector donde se encuentra con el mar, Boca Budi, es naturaleza generosa y profunda, conocedora de antiguas rencillas humanas que no alteran (afortunadamente) su belleza.

Boca del Lago Budi Fotografía de Sandra Rojas
Boca del Lago Budi Fotografía de Sandra Rojas

El camino continúa con intervalos de tierra hasta llegar a Mehuín. Una caleta de grandes conflictos entre pescadores y la industria forestal que contamina sus aguas marinas. Una caleta donde viven algunos de los hijos del pastor evangélico José Matías Ñanco, asesinado hace 42 años de manos de los militares que le dispararon a mansalva, frente a sus familiares y vecinos. Una cruz solitaria lo recuerda, en el lugar donde murió, arriba, en la comunidad de Maiquillahue.

Plantaciones de sal Fotografía de Sandra Rojas
Plantaciones de sal Fotografía de Sandra Rojas

En Mehuín termina el viaje. No hay más carretera al sur, por la costa. Hasta ahí llega la conexión por tierra con pavimento. Y aún queda mucho mar, mucho.
Tanto mar por conocer. Tanto mar al que le damos la espalda, como dice Patricio Guzmán, en su maravilloso “Botón de Nácar”. Me pregunto: ¿cómo seríamos si en lugar de conectarnos, como país a través del centro, nos uniéramos por los miles de kilómetros de costa que tenemos? ¿Qué pasaría si nos conectáramos más con la furia del mar, su generosidad y con las historias de las mujeres y hombres que viven junto a él?

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