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El país se ha ido deslizando de forma paulatina pero sin freno a la colisión entre los valores de la ética y los de la legalidad, con una ciudadanía atenta a cada trasgresión de las normas de la convivencia y una clase política que, salvo excepciones, no entiende esa rigurosidad y se refugia en que está permitido todo lo que no está prohibido por la ley.

El último ejemplo de esta dualidad que va marcando un abismo entre representantes y representados es la denuncia sobre asesorías parlamentarias plagiadas.   Es evidente que no todos son pecadores, pero eso no puede interpretarse como que están todos libres del escrutinio y de la sospecha, o que toda la culpa es de la prensa por cumplir el rol que durante años no realizó.

Es claro también que, lanzada la acusación en período electoral, hay una poca disimulada intención de causar deterioro en las opciones de los candidatos, pero esto es algo que los propios políticos debieron tener en cuenta, esforzándose aún más en prevenir cualquier posible cuestionamiento.

El sentido común dice que si hubo algunas asesorías plagiadas es porque no hubo trabajo, al menos acorde a los pagos realizados, por lo que la sospecha obvia es creer que los dineros se usaron para favores políticos, para apoyar a candidatos o para guardárselo en el bolsillo propio.  Lo grave es que la suma de escándalos ya genera que la duda sobre uno se extienda a todos, y ese es el argumento que usa la Fiscalía para pedir toda la información necesaria.   Como esposa humillada, los acusados lamentan persecución y difamación injusta, sin darse cuenta que una sola falta mancha la reputación del conjunto de lo que se llama clase política.

El problema no es tanto el dinero o el engaño en sí, sino la falta de comprensión respecto a las exigencias éticas que plantea la gente y al hecho que ya no es suficiente el simple cumplimiento de la ley, y menos cuando los cuestionados son precisamente los que hacen la ley.

Las explicaciones no han sido suficientes para el perdón ciudadano, como tampoco se borra la falta con la devolución del dinero obtenido con medios fraudulentos, cuando se sospecha que no se trató de un error sino de una acción deliberada para obtener beneficios a costas de los dineros públicos.

En este sentido, se debe comprender que el mínimo legal ya no basta cuando se pide el máximo ético, que los tiempos en que los políticos estaban a salvo del escrutinio público ya han terminado y que, más que ideologías, la gente quiere corrección en los actos y la decencia de reconocer los errores.

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