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Quedan exactamente cinco semanas para las elecciones, y si alguna vez hubo disposición de entregar propuestas al electorado ahora hemos llegado a la etapa final en la que sólo caben las zancadillas desesperadas de último minuto.

Para los que siguen con entusiasmo a uno o a otro candidato, su postulante ha ido adquiriendo la estatura de un Dios al que se le aplauden y respaldan hasta las intervenciones más objetivamente torpes mientras que los contendores van adquiriendo un cariz casi diabólico, como si su elección fuera lo peor que le pudiera llegar a ocurrir al país.

No es ni lo uno ni lo otro evidentemente, como lo puede decir la gran mayoría de personas que no entra en este juego y comienza a preguntarse si vale la pena ir a votar y por quién votar porque lo que se observa en los medios no sirve como información de ninguna manera, salvo que se quiera apoyar al que parece más bravo y no hay mayor incentivo por levantarse de la cama para emitir el sufragio.

En este escenario, resulta positiva la decisión de reducir los tiempos de campaña y los dineros que se pueden emplear.  Si con una campaña breve las ideas se acaban en pocas semanas, es previsible que en un período más largo la falta de capacidad quedaría aún más en evidencia.

Del mismo modo, una campaña más larga expondría también de forma más clara la distancia que existe entre el ciudadano común y las personas que trabajan en las campañas, sean los candidatos o sus brigadistas, que claramente hablan un lenguaje distinto que les dificulta la comunicación, suponiendo que hay un interés real en escuchar a la gente, más allá de las correspondientes fotos que hacen de testigo de que sí se hizo trabajo en terreno.

Este panorama, en el que los votantes poco importan y los candidatos se tratan entre sí con anteojeras que impiden reconocer los méritos ajenos y los errores propios, el sentido republicano de la elección se diluye y se produce un desapego de la democracia, una pérdida de tolerancia hacia las diferencias en la sociedad y una frivolización de un evento que debería estar dentro de los más importantes que se viven en un país.

Todos somos culpables, por supuesto: Tanto los que actúan bajo el principio del esfuerzo mínimo y la inteligencia más básica como quienes no exigimos un comportamiento acorde a lo que se requiere.   Esta es la tierra apta para el surgimiento del populismo y la demagogia del que no nos va a rescatar ni Dios ni el Diablo.

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