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La lógica política me parece cada vez más nefasta en lo que respecta a la autopoiesis de los ciudadanos. Lo he escrito muchas veces. Esa construcción social, es decir, mental y de lenguaje que por una parte coloca al sujeto representativo como un iluminado, no sólo dueño de las preguntas sino de las soluciones de los problemas estratégicos de las personas, grupos, clases y comunidades y también de su felicidad presente y sobre todo futura, y por otra parte al pueblo representado como depositario de virtudes superiores en potencia o actos. Dicho paradigma viene al menos desde la Revolución Francesa y ha sufrido variaciones minimalistas y maximalistas hasta hoy. Las Revoluciones Socialistas llevaron esta concepción al paroxismo, en donde la vanguardia era de una capacidad infinita y poseía atributos de súper héroe y el pueblo era capaz de cambiar completamente todo lo humano.

Esta concepción ha chocado con los hechos. Ni la clase política de cualquier signo ni el pueblo de distintas tendencias ideológicas han sido modelos y promesa de nada. Sucede pues históricamente lo que dice Humberto Maturana, que “las palabras no tienen significado en sí mismas, no tienen significado propio desde ellas. Las palabras significan el hacer que evocan, connotan, guían o coordinan en las personas que las usan al participar en una conversación”. Así es fácil determinar que la mirada racional-humanista, burguesa o proletaria, democrática o dictatorial, no sólo ha actuado de “buena fe” respecto de las conferidas potencialidades positivas de lo humano, sino también ha declarado los conceptos de vanguardia y pueblo elegido como guía y coordinación de la vida de los otros, en una variante de la “mala fe”, donde el mismo pueblo levantará como una cuestión natural a los jefes a lo más alto del poder y de los privilegios, ( al mismo tiempo que es convencido y se auto convence siempre que con ello modela su propia fortaleza e instala la fraternidad, la igualdad y la libertad entre los hombres).

Esta es la esencial crisis de la política desde al menos finalizados los años 20 del siglo pasado y que se arrastra de modo escalonado desde 1789. Nadie que profundice en la comparación entre lo dicho y lo hecho, puede creer que el soberano siempre ha corporizado lo nuevo como plena consciencia y valores que superan el egoísmo, el odio y la violencia, o que los grupos dirigentes no se hayan constituido en clases que usufructúan de riquezas y privilegios superiores a ese pueblo que levantan como nueva humanidad. Dicho esto, a mí me preocupa más la crisis y la consecuente transición que actualmente vivimos desde el viejo paradigma, a aquél que comienza a poner en el centro la acción misma de los ciudadanos, ya no sólo como protestas y demandas de derechos, sino como haceres concretos, como proyectos y modos de vida de hecho.  Al respecto me refiero a lo fáctico de la ciudadanía, es decir que está basado en las prácticas o limitado a ellas, y no en lo teórico o imaginario.

Entonces me refiero a las comunidades efectivas que aunque son permeables al manejo de la economía y de la política, realizan estrategias cotidianas en sí y para sí de mayor alcance y plazos que lo que puede o no realizar el estado, un gobierno o el mercado como propuestas o políticas. Y me refiero a la vez, a una política que no desea ser lucha teórica o imaginación de utopías ni dirección de procesos y de pueblos, sino más bien se plantea ir mejorando paulatinamente las áreas del bien común y servicio público e ir reformando aquellas privadas que en búsqueda del beneficio particular atentan contra la comunidad. Una política que más que modelar consciencias y erguir dirigentes y pueblo como modelos impolutos e imaginar lugares a llegar, sea capaz de gobernar limitando las acciones antiéticas e ilegales de la minoría, frenando así el elitismo de las élites, y a su vez defendiendo los derechos y  fomentando los deberes de las mayorías, frenando así el populismo del pueblo.

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