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Cuenta una leyenda budista que una mañana, al iniciar su lección, un anciano maestro se acercó al más aventajado de sus discípulos y blandiendo amenazante una vara de bambú, le ordenó postrarse de rodillas ante él.  Luego, alzando la varilla sobre su cabeza, dijo:

“Si tocas esta vara de bambú, te azotaré con ella. Si no tocas esta vara de bambú,  te azotaré con ella. Si ignoras esta vara de bambú ¡Te azotaré con ella! ¿Qué harás para evitar mi injusto castigo?”.

El discípulo permaneció un momento en silencio y luego, veloz, se levantó y, antes que el anciano pudiera reaccionar, le arrancó de la mano la vara de bambú. Tras  romperla en mil pedazos, que arrojó a sus pies, volvió a postrarse humilde ante su maestro, frente a la clase estupefacta.

Ese día, cuenta la leyenda, el maestro enseñó el concepto de paradoja. Y la enseñanza fue:

-“La paradoja es una proposición lógica cuya solución es imposible dentro de sí misma. La respuesta a cualquier  paradoja es superarla, creando una situación nueva. La solución ante  una paradoja está fuera de la paradoja. Jamás dentro de ella”.

Por estos días, en que dirimo por quien votaré en la segunda vuelta presidencial, una y otra vez, vuelvo a aquella historia. Como al discípulo, ninguna alternativa me parece buena,  pero no puedo eludir esta decisión.

Me costó descubrir la paradoja que hizo posible el retorno a la democracia, tras una dictadura que atrapó mi adolescencia, me enseñó temprano  el sabor metálico del miedo,  arrasó  la esperanza de generaciones  de chilenos y la vida de personas que amo. Diez y siete años después, me vi un día votando, a regañadientes, en una elección presidencial en que ninguno de los candidatos me convencía, pero uno representaba todo el dolor y horror de lo vivido. Fue la primera vez que voté por “El mal menor”.

Solo dos veces en estos 27 años voté por convicción. La primera, con la esperanza de que una mujer llegara a ser presidenta de Chile y pudiera cumplir su propósito de adecentar la política, abriendo puertas y ventanas del tugurio maloliente en que a esas alturas se había convertido, a mi juicio, la democracia recuperada con tanto dolor. La segunda vez, con la tranquila certeza de que votaría por una candidata perdedora. Y lo hice,  porque tuvo el coraje de generar espacio definitivo en la política nacional a un movimiento que acoge la frustración y desencanto de muchas personas. E invita a sentirnos parte de este país, actores de decisiones colectivas y participes de un proceso de cambios que sabemos urgente.

El 19 de noviembre escuché los primeros recuentos balanceándome entre la incredulidad y la euforia. Soy de las que les creyeron a las encuestas y esa noche solo el rostro descompuesto de Sebastián Piñera en la TV, intentando convertir en satisfacción de vencedor el amargo desconcierto que le provocó el resultado electoral, me convenció de un hecho que hoy es obvio: la primera vuelta de las presidenciales redefinió lo que creíamos inmodificable en el escenario político nacional, dejó en vergüenza a los analistas de todos los sectores y puso en entredicho las empresas encuestadoras chilenas, como ya viene ocurriendo hace un par de años con esas mediciones en el mundo.

Sobre las encuestadoras, sus mañas y el desencaje sistemático entre las predicciones de los “expertos” y las decisiones de los ciudadanos, cabe una conversación de largo aliento. Parece que, contradiciendo al historiador Francis Fukuyama, la caída del muro de Berlín y el triunfo planetario del neoliberalismo no trajo “el fin de la historia”. Solo comenzó a escribirse un nuevo capítulo, cuya   trama aún no logramos desentrañar.

Sobre mi decisión electoral, algunas reflexiones: la épica del plebiscito y el brutal combate contra la dictadura, llevó a la mayoría de los ciudadanos de a pie que lo protagonizamos a creer que el triunfo del “No”, equivalía al triunfo de un proyecto de país diferente al modelo político, económico, social, cultural y ético impuesto por la dictadura cívico-militar. Tuvo que pasar mucho tiempo (y muchas elecciones) para entender que no era así. Que tras bambalinas se negoció una salida pactada con la misma derecha económica que, en los ’70, movió los hilos que detonaron el golpe de Estado y,  a fines de los ’80,  necesitaba terminar con la dictadura, porque el repudio nacional e  internacional contra el régimen militar conspiraban contra la inserción del empresariado  chileno en la economía global.

Esos acuerdos tras bambalinas hoy no tienen nada de misterioso y Eugenio Tironi, Director de comunicaciones en el gobierno de Patricio Aylwin, los reconoció explícitamente en una entrevista que le hice para el diario La Segunda en 2014.  En síntesis, lo acordado fue algo así como: “El modelo económico –en lo fundamental- no se toca. Podremos flexibilizarlo, acomodarlo, repartir mejor las utilidades del negocio, jugar con las reglas de la democracia pero Chile es,  y será… un país neoliberal”. Estoy entre quienes ignorábamos ese acuerdo, que está en la base de la conducta política de la Concertación por la Democracia y permite entender la frecuente incoherencia entre  sus dichos y sus hechos.

Ese acuerdo define la paradoja   que convirtió en  filosofía nacional aquello del “mal menor” y a don “Mal Menor” en eterno candidato  de la transición interminable, en un país que fue perdiendo la alegría, junto a  la confianza mutua que alguna vez nos permitió buscar libertad al final de un  arco iris.

Con los años, el debate interno en los partidos de la Concertación fue bajando y bajando de nivel. Se entendía que conducirnos por los peligrosos e inexplorados senderos de la transición era tarea de expertos. Y que la información que justificaba decisiones incomprensibles para la mayoría, debía restringirse a las elites. Ellos negociaban con “los malos” y lograban lo mejor posible para todos, aunque sus logros a muchos nos parecieran mezquinos. “Es la transición –nos decían- después, cuando la democracia esté segura, las cosas serán distintas. Ten paciencia”.

Con los años, las cifras macroeconómicas  mejoraron, las  tiendas se llenaron de cosas,  las calles de autos y los  ciudadanos de deudas, las organizaciones sociales se despoblaron, los partidos se convirtieron en agencias de empleo, la participación electoral cayó al punto que –con voto obligatorio- un 60% del padrón no participaba o anulaba. Y…la prensa extranjera comenzó a llamarnos “los jaguares de américa latina”. Al terminar los ’90, todo indicaba que éramos felices.

Curiosamente, el  2006 escolares que exigían a gritos “Educación gratuita y de calidad para todos” marcharon incontenibles por el país. Y no pararon de gritar hasta que el 2011 ya no estaban solos. Los acompañaban sus padres y  abuelos, gritando sus propias reivindicaciones junto a las de hijos y nietos. Como en el cuento de Andersen  “El traje nuevo del emperador”, fue la mirada de los niños la que obligó a Chile a admitir que se pavoneaba desnudo,  convencido por pillos, cortesanos y aduladores de que estaba cubierto por un traje finísimo, tejido en una tela nunca antes vista.

Tras 27 años de democracia, las cifras hablan del país que construimos. En junio de este año, el Banco Central informó que el 20% más rico de los chilenos, es dueño del 72% por ciento de la riqueza nacional. Y entre ellos, el 1% más rico posee cerca del 35% de ese patrimonio. En materia de concentración de la riqueza, superamos a Estados Unidos, pero ese no es un conflicto original. A fin de cuentas, el 0,7% de la población humana acumula el 45,2%de la riqueza del planeta, según informe de Credit Suisse. No somos excepcionales en esto de concentrar el capital, ni ese es nuestro mayor problema. La distribución de la riqueza generada en casi tres décadas, sí.

El país en el que envejezco es más rico,  moderno y cosmopolita, más cínico, corrupto e infinitamente más injusto que el que vi estallar hace 44 años atrás. Tal vez por eso, el pasado 19 de noviembre no paré de celebrar resultados. De alegrarme de los rostros nuevos que entraban al legislativo. De festejar los viejos rostros que quedaron fuera del poder, al menos esta vez y de esta puerta de entrada a él. Conocen otras y eso me preocupa.

Antes de que Sebastián Piñera se diera su último y certero disparo en los pies, votar nulo era una alternativa para mí. Tener durante 4 años por presidente un raro híbrido entre Homero Simpson y Donald Trump  podría ser pintoresco y ya lo viví. La composición del senado, los mezquinos 4 años sin reelección y mediados por elecciones municipales y parlamentarias en  cada  período presidencial y, por sobre todo,  una ciudadanía alerta y movilizada, hacen que me parezcan improbables giros dramáticos en un gobierno de derecha. El cambio a la Constitución de Pinochet que redujo de 6 a cuatro los años del período presidencial, impiden  nadie pueda hacer mucho más que administrar el sacrosanto modelo.

Por otro lado, no discuto que Alejandro Guillier sea un excelente ser humano, un periodista talentoso, un legislador al que de vez en cuando -y como él mismo ha dicho- “le pasan goles”. Pero parece un hombre  honesto. Sin embargo, no es buen líder. Sus constantes ires y venires, vueltas en el aire, decisiones torpes de su comando y cambios de opinión como candidato, me persuadieron de eso.

Mis mayores dudas tiene que ver con quienes lo acompañarían en un eventual gobierno. No me generan ninguna confianza la mayor parte de los que veo en su comando y antes vi entrar y salir  por casi tres décadas de cargos  estatales. Confío en que esta vez se tomen la molestia de leer el programa y asumir los compromisos que por estos días establece el candidato. Y los que tengan desacuerdos  fundamentales, espero tengan la decencia de retirarse de la alianza si  Guillier gana, en lugar de coludirse con la derecha para hacer fracasar sus proyectos, como una y otra vez le ocurrió a la Presidenta Bachelet en este período.

Dudo  del rigor con que se construyó el programa presidencial de Guillier. Pero es obvio que sus prioridades sean distintas de las  del Frente Amplio. Son proyectos políticos distintos. Más que sumar compromisos programáticos para encantar desencantados,  me gustaría que el candidato de la Nueva Mayoría se comprometa a no convertir su eventual triunfo en la tradicional repartija del animal. Y que sea la competencia profesional y la coherencia de la conducta ética lo que determine quiénes ocuparán cargos, particularmente en su gabinete. Me tranquilizaría saber que sujetos torpes, vulgares, insensibles  y turbios como el actual ministro de Justicia y Derechos Humanos, por ejemplo, no tendrán lugar en su gobierno por el sólo mérito de militar en el partido correcto.

Quisiera que el académico de excelencia que Guillier es, ponga como parámetro del Estado la excelencia de profesionales y técnicos. Y que se terminen las chambonadas de mediocres a cargo de puestos para los que son incompetentes.  Quisiera que el buen jefe que muchos reconocen en Alejandro Guillier, se comprometa a que el Estado deje de servir  para arreglar la vida económica de hijos, parientes y amigos.  Los proyectos políticos de la Nueva Mayoría y el Frente Amplio difieren y es bueno que así ocurra. Pero es evidente que reconstruir la confianza pública,  y reivindicar el ejercicio de la política como una actividad digna, es urgencia común a todos los que quieran validar –en especial ante las nuevas generaciones-  la democracia como sistema político en el cual es posible impulsar proyectos de cambio y justicia social.

Creo que su distanciamiento de los partidos políticos no es pura estrategia y  será capaz de actuar con independencia de criterio ante ellos. A fin de cuentas, si Alejandro Guillier llega a Presidente, será claro para todos el modesto rol que los partidos de la Nueva Mayoría jugaron en su elección. Y como el 46% que votó en las pasadas presidenciales se mostró menos básico de lo que muchos esperaban, sería bueno evaluar si las arengas grandilocuentes con tufillo sesentero atraen o espantan  los votos requeridos para evitar que Piñera reciba la banda presidencial.

Sin Piñera mostrando a cada rato las mil caras una derecha ciega, sorda y necia,   me negaría a entrar de nuevo en la paradoja de votar por el mal menor. Y esperaría que, tras cuatro años, se consolide  una opción política que ponga a hablar a los chilenos de proyectos de país y no de ofertones de temporada en cada elección.

Quiero otro país, así  que esta vez no me iré rabiosa y triste a ver qué ocurre tras emitir mi voto. Una nueva energía nos convocó a ser parte de las decisiones políticas en Chile. Es posible quitarle la rama de bambú al viejo maestro,  eso quedó claro en la primera vuelta. Ocurrirá, si  dejamos de ser electores/espectadores  y nos involucramos como ciudadanos responsables, atentos y vigilantes del país que, con nuestras decisiones, vamos construyendo.

A eso apostaré y ese será el sentido de mi voto en la segunda vuelta.

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2 Comentarios sobre “Paradojas al final del arcoíris.

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