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La Flory, Raquel, Beatriz y yo nos conocimos dos años antes del cambio de siglo. Coincidimos en un curso de gestión cultural que ofrecía la Universidad Católica en la Casa Central. Como gran parte de los alumnos eran recién graduados, los “mayorcitos” coincidimos en sentarnos juntos. Pronto seríamos apodados “los de la fila del patrimonio nacional”. Nos juntábamos  antes de las clases en la cafetería del primer piso. Allí, entre cortados y sándwiches de ave-palta o pimiento-mayo, fuimos desgranando nuestras vidas. La Flory había sido bailarina del teatro Municipal. Cuando ella tenía 17 años, el director del Ballet Bolshoi de Moscú andaba de paso por Chile. La vio danzar y le ofreció formar parte del prestigioso plantel. Por ser menor de edad, ella necesitaba el permiso de sus padres. Rusia quedaba demasiado lejos de Chile y su mamá se asustó, pues era 1971 y el futuro político interno se veía amenazado por un golpe de Estado. La Flory recordaba que ese año nevó en Santiago, fenómeno que sucede cada diez o quince años. Ella lo interpretó como la despedida de los inviernos moscovitas que nunca iba a conocer. Colgó sus zapatillas, estudió periodismo y se casó con un catalán. Residían en una casona del barrio Bellavista, donde él atendía sus negocios y ella manejaba una academia de danza. Varias veces fuimos invitadas a las presentaciones de sus alumnas o a celebraciones en su hogar. En Navidad, solíamos ir a ver su arbolito decorado con bailarinas, tutús y zapatillas.

Beatriz era la menor de una familia chileno-italiana. Había sufrido de Poliomielitis en su infancia, por lo que su padre la sobreprotegió para dulcificarle los padecimientos. La realidad se le presentó bruscamente cuando él falleció. Se convirtió en una adolescente rebelde. Solía pelear con su mamá, una renombrada crítica de cine, pero siempre se reconciliaban. Después de varios viajes y decepciones amorosas, se había dedicado a trabajar en centros culturales. Beatriz compartía con Flory la tragedia de tener un hermano desaparecido durante la dictadura militar. Las madres de ambos hijos se habían movilizado a través de organismos de derechos humanos. Los años pasaron y nunca dieron con el paradero póstumo de sus vástagos. Poco tiempo atrás, Beatriz y su familia asistieron al simbólico entierro de un motor. Era el último vestigio de su hermano, cuya citroneta había sido hallada en los predios de Colonia Dignidad.

Raquel provenía de una familia campesina de Cauquenes. Nos contaba que su madre era la energía del hogar. Todas las mañanas los hacía madrugar, pues la escuela se encontraba a varios kilómetros y se accedía caminando o a caballo.  Pese a los obstáculos, Raquel y sus hermanos se graduaron en diversas profesiones. Ella residía en Santiago y evaluaba proyectos en la DIBAM (Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos) Cuando se compró casa, varias veces nos reunimos allí. Era una vivienda antigua cerca del club hípico. En el patio, los gatos circulaban entre maceteros floridos. El parrón daba sombra en el verano y en otoño se llenaba de racimos de uva. Era el marco ideal para celebrar las fiestas patrias, evento al que llegaba su extensa familia del sur. Todos eran cantores, guitarreros y amantes del folclore criollo. Cauquenes fue epicentro en el terrible terremoto del 2010. Al fallar los sistemas de comunicaciones, Raquel se sumó a los  desesperados conductores que se aventuraron a través de la fragmentada panamericana sur, buscando conocer el destino de sus parientes. Ella los encontró con vida. Otros, no tuvieron la misma suerte.

Raquel y Pilar en un restaurante peruano del barrio Yungay
Raquel y Pilar en un restaurante peruano del barrio Yungay

El bar de la Alameda

Cuando los cursos se terminaron, la amistad prosiguió en otras actividades y ocasiones. Como yo trabajaba en la Universidad de Chile y Raquel en la Biblioteca Nacional, iniciamos la tradición de encontrarnos en un bar situado en la Alameda, a medio camino entre ambos edificios. Era un lugarcito sin pretensiones, apenas visible, situado frente al Cerro Santa Lucía.  Las mesitas estaban dispuestas para dos, iluminadas con una vela en el centro. El ambiente emulaba a las casas de Pablo Neruda. Cuando yo llegaba antes, la esperaba observando a los transeúntes a través del ventanal. Algunos se apuraban por alcanzar el Metro, abundaban los oficinistas, universitarios cargando mochilas, escolares subiendo las escaleras del cerro, eludiendo a las parejas de enamorados. Pasaban señoras llevando bolsas del supermercado, vendedores callejeros y muchos perros tristes. Los ciudadanos de “vanguardia”, se lucían hablando por celulares del modelo que se cerraba como almeja y se guardaba en el bolsillo. Entonces, hablar en la calle era la acción prioritaria de teléfonos móviles.

Raquel y yo comenzábamos con cerveza helada y una vienesa italiana. A veces, pedíamos una tabla de quesos y aceitunas. El menú no era gran cosa, pero la selección musical nos sumergía en nuevos temas y en muchos recuerdos. Incluía a cantantes de las peñas ochenteras, de ésas en las que se comía empanadas o sopaipillas, junto a una taza de vino caliente con naranjas. Eran Sol y Lluvia, Schwenke y Nilo, Eduardo Peralta, Eduardo Gatti o Santiago del Nuevo Extremo. No faltaban los argentinos emblemáticos como Los Gatos, Sui Generis, Charlie García, Fito Paez y…los divos: Carlos Gardel, Mercedes Sosa y Atahualpa Yupanqui. Sonaban los uruguayos Iracundos y los nacionales como Violeta Parra, Víctor Jara y Patricio Manns. Más avanzada la noche, se escuchaban los grupos de fusión andina: Inti Illimani, Los Jaivas, Congreso y la clásica Cantanta Santa María de Quilapayún. Todo, matizado con algunos boleros cubanos, valses peruanos y el bossa nova de Brasil.

Envueltas en aquellos ritmos que nos hacían recorrer América Latina, hablábamos de lo humano y lo divino. Ella me contaba los éxitos o penas de sus hijas, nos dábamos consejos por nuestros fallidos matrimonios, comentábamos amores perdidos, nuevas ilusiones y sueños por realizar. En los telares del diálogo fuimos tejiendo nuestras historias cotidianas: enfermedades de parientes, datos de mecánicos que arreglan el auto “sin que te estafen por ser mujer”, ascensos o descensos laborales, libros recién leídos y películas inolvidables. Solíamos terminar evocando a nuestras madres. La mía recién había fallecido de un enfisema pulmonar. La misma enfermedad que pronto se llevaría al catalán, el esposo de la Flory. Quizás, a todas nos unía el tema de haber sido criadas por una mujer fuerte, de ésas que mantienen la familia a flote.

Beatriz y Pilar en Casablanca
Beatriz y Pilar en Casablanca

La vieja costumbre de conversar

Hace poco, buscando en internet me encontré con unas fotografías del bar. Sigue funcionando con sus mesitas para dos, afiches de otra época y su gran ventanal. No se compara con los famosos cafés de París, Roma o Madrid, lugares donde se reunían artistas y escritores para comentar sus obras (¿Cuál será el lugar de encuentro de los artistas modernos?) Quizás, el bar se asemeja un poco a los cafecitos que hay en los barrios de Buenos Aires, sitios simples, donde la música no tiene que ver con modas, sino que con el alma. Este bar de la Alameda acoge a transeúntes “al paso”, que desean relajarse al salir de las oficinas y universidades. ¿Dialogarán todavía mirándose a los ojos o se aislarán dentro de sus smart-phones? Las cuatro amigas hemos cambiado. Raquel trabaja ahora en otro edificio de la DIBAM, ubicado cerca de la Quinta Normal. Beatriz se fue a vivir a Algarrobo, en la costa central. Flory vendió la casa de Bellavista y se fue a un departamento céntrico. Cerró la academia y se dedica a cuidar a sus nietos. Yo me casé con un gringo y me fui a vivir a Virginia, en los Estados Unidos. Cuando viajo a Chile, almorzamos en alguno de los numerosos restaurantes peruanos del barrio Yungay. El bar de la Alameda nos queda muy lejos. Sin embargo, cuando me encontré con las fotos del lugar, sentí que nada puede reemplazar el sonido de las palabras y el aroma del café, la cerveza y las vienesas italianas, cubiertas con mayonesa, mostaza y palta. La amistad virtual no tiene el mismo encanto presencial de una mesita, velas y mucho tiempo para compartir. Por suerte, a pesar del vértigo de la tecnología, todavía quedan mesas esperando por nosotros.

Mesa para conversar
Mesa para conversar

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4 Comentarios sobre “Siempre habrá una mesa para conversar

  1. Yo tuve el placer de trabajar para la Sra. Raquel gran persona me enseñó mucho y recuerdo a sus amigas cuando las visitaban en el subterráneo de la Biblioteca (aunque estabamos por el costado del Archivo Nacional) linda historia… felicidades!!!

    1. Gracias por sus comentarios. Yo también admiro mucho a Raquel. Ella junto a la Flory y Beatriz han dejado huellas en muchas personas.

  2. Pily querida, me encanta tu estilo, es fácil de seguir y me transporta mágicamente a los lugares que revives, junto a tus amigas !es muy entretenido y de alguna manera lo vivo yo tambien’

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