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Breve Introducción

Tanto se escribe de Chile, del ordenamiento de Chile, del futuro de Chile, y desde la misma política de siglos se discursea y se hacen gárgaras de dónde, cómo y cuándo deben vivir sus habitantes. Cultura le llaman, Educación Cívica, y por una parte se olvida la Geografía: la cordillera aplastando las espaldas y empujando al  cuerpo a la cornisa que angosta y resbalosa va a dar al mar. A los acantilados y al mar. Tanto además escriben los literatosos y articulistas de la necesaria paz social y de la calma individual pero olvidan la Historia, pues muy cómodos desde sus asientos mullidos andan dando cátedra desde la mente y no indagan en los siglos y décadas de derramamiento de carne, musculatura, huesos y sangre. Se olvidan de la Sangre de las venas y de la Sangre estallando sobre las calles.

Como mucho sabrán y si no lo saben hago una pequeña reseña: “En la elección presidencial de 1938 se presentaron tres candidatos: Pedro Aguirre Cerda, apoyado por el Frente Popular; Gustavo Ross, el candidato de la derecha ultraconservadora; y Carlos Ibáñez, apoyado por la Alianza Popular Libertadora. La campaña fue bastante dura, y ante la posibilidad cierta de la victoria de Gustavo Ross, los nacionalsocialistas criollos intentaron el 5 de septiembre un golpe de Estado en apoyo a Ibáñez. El golpe, en el que esperaban contar con el soporte de varios regimientos, fracasó desde el primer instante por la lealtad que mantuvieron los militares con el Presidente Alessandri y fue duramente reprimido. Los estudiantes pertenecientes al Movimiento Nacional Socialista Chileno, atrincherados en el edificio de la Caja de Seguro Obrero frente al Palacio de La Moneda, fueron masacrados por la policía tras rendirse, en un hecho que conmovió fuertemente a la opinión pública. Ibáñez partió nuevamente al exilio y el desprestigio del gobierno por la matanza del Seguro Obrero, así como el apoyo que entregaron los ibañistas y nazistas al Frente Popular fueron determinantes en la victoria de Aguirre Cerda y la llegada del Frente Popular al gobierno” [i]

Frente a este macabro suceso, 59 jóvenes masacrados, acaso la más cruel matanza política de nuestra historia contemporánea después de la de Santa María de Iquique y antes del Golpe de Estado pinochetista de 1973, Carlos Droguett publicó una crónica un año después, en el Diario La Hora, titulada Los asesinados del Seguro Obrero, y al año siguiente, el mismo texto como libro, al que le agregó la introducción Explicación de esta sangre. A mi juicio este libro es antológico, no solamente desde la literatura de vanguardia, (se le considera la primera novela testimonial de Chile)  sino a la vez desde el pensamiento social, que permite entender más allá del deber ser y del platonismo de políticos y escritores, lo que somos sobre la facticidad y las ideologías, y como podríamos, desde la realidad misma de nuestra conformación geográfica y humana, elevarnos sobre estas determinaciones, de una vez por todas. Vayan pues las palabras del gran escritor Carlos Droguett:

Introducción a la primera edición del libro LOS ASESINADOS DEL SEGURO OBRERO

Jueves 29 de Agosto de 1940, un cuarto para las once de la noche

Carlos Droguett

Temo -y no quisiera desmentirlo – que estas páginas que ahora escribo vayan a resultar una explicación de mí mismo. No importará. Lo que publico, después de todo, lo escribí porque lo sentí bien mío, íntimo de mi existencia, hace un año, cuando fue hecho. Por esto mismo no he querido cambiar nada, exhumar cosas para averiguar más carne, más sangre. Esta, se ha entregado al libro de la imprenta tal como se entregó a la página del diario el pasado invierno. Yo no podía meter mis manos en ella otra vez. Esa no fue mi labor verdadera. Yo sólo recogí, a la manera mía de coger las cosas, esa sangre que corriera hace dos años por nuestra historia; no fue otra mi tarea, agacharme para recoger. Traté de trabajar entonces con las dos manos para no perder detalle ni hilo, para recoger toda la sangre, para construirla otra vez, y que corriera más abundante por los cauces de nuestra historia. Así, pues, verdaderamente, esto no es un libro, no es un relato, un pedazo de la imaginación, es la sangre, toda la sangre vertida entonces que entrego ahora, sin cambiarle nada; sin agregarle ninguna agua, la echo a correr por un lecho más duradero y más sonoro. Mi tarea no fue otra, no es ahora, otra que ésta, publicar una sangre, cierta sangre, derramada, corrida por algunos edificios, por ciertas calles, escondida, después, para secarla, debajo del acto administrativo, del papel del juzgado. Quise hacerla aprovechada. Puse mi voluntad en ello, mi amor propio otras veces, mi rabia de entonces casi siempre. No se habría podido reunir esta sangre sin sentir rabia al ordenarla. Con rabia roja la escribí. De noche me puse a redactarla para sentir correr su fuerza. Así pude componerla, rehacerla hasta la última gota. Creo que está completa. Creo que no se pierda.

Se ha perdido tanta sangre ya en nuestra pequeña e intensa historia. Ninguno quiso nunca recogerla, todos la dejaron que corriera sola. Nadie tuvo voluntad, no, no tuvieron cabeza para recoger la sangre corrida en cada siglo, en cada tiempo, en cada presidencia, en cada política. Cada vez, cada ocasión, cada acontecimiento, existió la mano mala para verter la sangre, pero nunca tuvo existencia la mano terrible para recoger, para contar esa sangre. Abro la historia de nuestro pueblo y me quedan manchadas de sangre las manos, desde la primera hoja araucana. Toda la vida la dejaron que corriera, que cayera para secarse ahí mismo donde tumbó el asesinado, pero, cada día de escuela, los niños de nuestra tierra, cuando abren el libro de la historia, ven que las manos, hojeando la historia, les quedan empapadas. La sangre corre haciendo ondulaciones, haciendo un rumor de muchedumbre colorada por adentro del libro. Hemos sentido siempre sonar ahí la sangre, toda la sangre chilena vertida en la tierra nuestra y ella sola echada a correr entre las líneas, reunida en un gran río grueso. Es una sangre que clama al oído verdadero que quiera oírla, que corresponda con ella, que llama a gritos de sangre a la mano metida en el destino y que venga a rescatar, para trabajarla, para elaborarla.

Toda la sangre chilena, vertida por el crimen, se ha perdido, oigo con toda mi alma que se ha perdido. Ha sido ella nuestra mejor sustancia para confeccionar lo nuestro verdadero, lo de nosotros que dure. ¿Cómo han podido perderla? Toda la sangre, tanta sangre. Quiero mencionar alguna, para confirmar y para gritar mi sentimiento. La sangre heroica, la novelesca, la criolla sangre de Manuel Rodríguez, hasta ahora, se ha estado perdiendo, todavía corre por los campos de Tiltil, todavía corre y no se seca. No se secará hasta que alguno piadoso de cultura, de historia de sangre, la recoja con la mano del alma para elaborar el ser. La sangre de los hermanos Carrera, apresura su cauce, junta su onda a la de Manuel Rodríguez para sonar y reclamar juntas y ansiar juntas todo lo que ansiaron cuando eran vivos los cuerpos adentro de los cuales ellas corrieron; esa sangre de ellos, ya que ninguna mano la acoge, está creciendo sola, saliendo sola de la historia hacia la Ieyenda para escribir la leyenda. Tanta es su necesidad de estar creciendo. La sangre que corrió alrededor de los Pincheira, la que circundó a Benavides, la que se vertió encima de la cabeza rojiza de la Quintrala, ¿quién nunca ha querido cogerla con acto entrañable? No me olvido tampoco de la sangre de Portales, todavía moja alturas de la Cabritería esa sangre ardiente y cínica y tan macuca que anduviera en remoliendas con el ministro. La sangre de José Manuel Balmaceda, continúa, está tendida, desde su cuerpo amortajado de negro en la legación argentina. Nadie nunca la quiso recoger, sólo hicieron gestos con ella, gestos de panfleto que insufla, gestos de sentido político, gestos de novelón entregado. Pienso en el norte del salitre, y veo mucha sangre caída, perdida para siempre sobre la blanca sal. ¿Quién la hizo nunca sonar con voz de tierra de aquí? Ahora que está en decadencia la industria, habrá decaído la sangre, esperando mejores tiempos de sufrimientos con sangre. Pienso en las minas del carbón, del cobre, y veo perdida, escucho perdida para siempre la sangre que, siempre, que ahora mismo sigue sonando en los crímenes y en los accidentes subterráneos. ¿A qué mano de minero, a qué cabeza quisiera ella tocar con su dedo encendido, para que la cabeza la comprenda? Pienso en el sur de Chile, con su invierno de frío crudo, con su nieve, con sus naufragios, con sus días que oscurecen temprano, con su inmenso océano saliendo hacia la tierra, llevando olas grandes para ahogar gente y grito de gente. Pienso aún en el caleuche y lo veo despoblado vagando por la última agua del litoral sin ninguna mano que lo guie, con todos sus tripulantes espantosos, hasta nosotros, hasta donde está parado Chile, en la tierra, viviendo hondo y esperando muy hondo.

Pienso en los campos de aquí y me da una pena sin sangre; la sangre campesina ha corrido tanto como el vino en nuestros potreros y muchas veces corrieron, y muchas veces se confundieron juntos y nadie en medio del inmenso campo nuestro recogió esa sangre, ninguno la dijo, todos la dejaron perderse. Es tanta, tan abundante la sangre vertida en nuestros campos, que aun los escritores de las leyes la cogieron en la legislación protectora para ponerle valla de artículos, para echarla por cauce oficial. Aun los escritores de las leyes. Pero no los escritores – iNietzsche! – de la sangre, pero no los escritores – escritores. iAy!, hemos tenido tanto cuento campesino, tanta novela campesina, tanto poema campesino, tanto rústico de pluma en medio de la chacra. Y todos exangües. Mariano Latorre, Luis Durand, Marta Brunet, Federico Gana, Fernando Santiván, Rafael Maluenda, todos, han mirado hacia el campo de nosotros, pero sólo han visto la cueca, pero no la sangre que corría del tacón de la cueca, han visto el vino, pero no la sangre que corría del borracho y que parecía que era vino, han visto al patrón enamorando a la chinita, aun le han ayudado a enamorarla, pero no han mirado siquiera la sangre del aborto, han visto los rodeos de los animales chúcaros, aun les han hecho su rondel patriótico para mirarlos mejor, pero no han visto la doma y el rodeo del trabajador de nuestros campos. Cito nombres, me gusta citar nombres.

No es esto todo, no es toda la sangre. San Gregorio, Lago Buenos Aires, La Coruña, Ranquil, las federaciones obreras, las huelgas de Iquique, de Valparaíso, son manchas enormes de sangre, mapas de sangre en nuestra geografía que no se estudia, en nuestra historia que no se escribe, la única historia que, después, va quedando; no ha habido manos para preocuparse de ellas, ha habido para estarlas borrando, arrodilladas las manos, pero no ha habido con tinta de libro para restaurarle su rojo. Sólo el discurso político en el día electoral las coge cada año, para colgarlas cada año. Como digo continúa la sangre en nuestra historia.

Hablo aquí de la sangre determinada por el hombre, no de la sangre que determina la naturaleza. No de la sangre que vierten los terremotos, los naufragios, las tempestades, los derrumbes, el clima nuestro. No hablo de esta clase de crimen, que es bien grandiosa, bien numerosa. Ellos son el color de fondo para los otros crímenes, para la otra sangre. A veces no habrá que olvidar tampoco. Por ejemplo, el terremoto del año seis que asesinó en Valparaíso al grande Pezoa Véliz. Ahí estuvo la tierra chilena matando a su mejor pedazo.

Me pregunto a veces por qué, a pesar de tanto crimen que encierra nuestra historia, somos un pueblo a veces tan chico, tan chato, tan desabrido, tan salido hacia la grosería fea, tan sin alma a pesar de la tragedia, tan sin espíritu, a pesar del héroe, tan sin ensueños, a pesar de la leyenda. Con mucha sangre caída, ¿cómo no somos inteligentes? ¿Cuánta más tendrá que correr para que comencemos? Se piensa con lástima que no tenemos espíritu para vivir por el alma. Y se siente repetidas veces que lo tenemos muy grande, muy verdadero, diluido en sangre. Se siente con una voluntad parada en la tierra que somos un pueblo lúcido, que vamos, despacito, caminando hacia la lucidez de nosotros y no hacia la ajena. Con tanta sangre caída de tanto asesinado grandioso, en todo tiempo criollo, no podremos nunca ser un pueblo pequeño. Con tanto muerto de nosotros algún día encontraremos nuestra vida. La edificaremos con sangre. No tendremos sino que abrir la historia para hojear la sangre necesaria. La sangre fue siempre firme cimiento para duraderos edificios, la sangre es precioso suelo que fructifica construcciones. Se es grande cuando se tiene un muerto íntimo, bien personal, se comienza entonces, a no ser estúpido. Conoce uno que uno es un ser verdadero. Siente alta su sangre, capaz para muchas cosas. Los crímenes determinan lo bueno. Es la utilidad de los asesinos.

Aquí he recogido la sangre que más de cerca vi verterse, ésa que hace dos años bruscos a todos nos salpicó un poco. Quisiera creer que mis manos han sabido cogerla. Mis años, mi generación, digo mi tiempo, han hecho hábiles mis dedos. . . Esto, quiero repetirlo otra vez, no lo he escrito yo, lo escribieron los muertos, cada asesinado. Al publicar la sangre de ellos quisiera haber justificado todas las quejas que más arriba digo, todas las sangres de todos los grandes crímenes oficiales y particulares que en nuestra tierra se han vaciado con silencio o con ruido. He tratado, además, de escribir una historia, no otorgando franquicias ni al panfleto ni al escándalo. No me interesa lo fácil. Me quedo contento de haber sabido orillar y creo que no me equivoqué. Que se engañen los que esperan otra cosa. En las páginas que siguen hago historia, pero historia de nuestra tierra, de nuestra vida, de nuestras muertes, historia para un tiempo muy grande. En las páginas que siguen, subrayo el dolor y soslayo – no más – la política.

[i] Memoria Chilena. Matanza del Seguro Obrero.

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