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En tiempo de campañas electorales  es normal que los candidatos prometan casi todo lo que se les pueda pasar por la imaginación, pero al mismo tiempo es inevitable que esas promesas reflejen su visión de la sociedad, o al menos el tipo de sociedad que les parece preferible entre las distintas alternativas existentes.

Cualquiera con un mínimo de inteligencia y sentido común entiende que para algunos candidatos la felicidad es tener la mayor cantidad de bienes y comodidades posibles, para otros la felicidad se trata que los otros -los “enemigos”- no gocen de ese bienestar sino de distribuir entre todos el dinero que se podría emplear en lo que ellos creen es la felicidad para unos pocos.

Posiblemente sería mucho más sencillo entender los distintos discursos que se exponen a la vista del votante si se dijera para qué se proponen las cosas que se prometen.

De esa manera el debate político se centraría en lo que realmente importa que es cómo somos más felices, sin quedarnos en si es posible financiar las nuevas líneas de metro o si es responsable ofrecer lo que se sabe que no se puede cumplir.

¿Qué es entonces la felicidad?  Hay que empezar señalando la diferencia que tiene con el concepto de satisfacción.  Mientras una incluye una dimensión espiritual -que no tiene nada que ver con religiosidad- la otra parece encaminarse al logro de lo material.

Se olvida con demasiada frecuencia  que las personas están hechas de emociones, además de necesidades, y que, si bien un Gobierno no tiene la capacidad de asegurar la felicidad de las personas, sí puede crear las condiciones mínimas que ayuden a su búsqueda, y en ello caben tanto la satisfacción de las necesidades materiales como la generación de un espacio de convivencia que haga posible la realización de cada uno de acuerdo a sus propias expectativas y posibilidades.

El Estado sí puede asegurar que se respeten los derechos, por ejemplo, que mujeres y hombres sean iguales en dignidad, que los ancianos no teman al abandono, que los niños puedan desarrollarse en todo su potencial, que los jóvenes se mantengan libres en lo posible de los errores propios de la edad, que hombres y mujeres tengan cómo constituir familias y que sean respetados si no quieren hacerlo, que cada uno pueda aportar a los demás toda su capacidad y que no se le niegue recibir lo que requiere de los otros.

Evidentemente, es incómodo y complicado enfocar las promesas desde el punto de vista de la felicidad de los individuos, porque siempre es más fácil reducirlo todo a números para explicárselo a un público que nunca es tan tonto como parece creerse.

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