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Mucho me temo que la próxima edición del Trust Barometer, que se presentará en el World Economic Forum en Davos, arrojará de nuevo un desalentador balance sobre la negativa evolución de la confianza en el mundo a lo largo del ejercicio que acabamos de cerrar. Menos verdad, menor credibilidad. Este el sino de unos tiempos en los que la mentira, disfrazada de posverdad, ha conquistado casas y palacios gubernamentales en todas las partes del mundo.

La lucha contra la mentira debería ser incluida en los Objetivos del Desarrollo Sostenible  de Naciones Unidas. Algunos de ellos y muy especialmente los dos últimos (“Paz, justica e instituciones solidarias” y “Alianzas para lograr objetivos”) no serán posibles si no somos capaces de recuperar un clima de confianza que facilite el diálogo entre personas, credos y geografías. Necesitamos abrir nuevas conversaciones para asegurar un crecimiento económico equilibrado, inclusivo y sostenible.

En un mundo cuya frontera entre la verdad y el engaño sea solo traslúcida no se fomentarán relaciones basadas en el respeto mutuo, la reciprocidad, el equilibrio y la confianza. Si la posverdad anida en los medios de comunicación, estos no podrán ejercer con rigor el papel de vigilantes de la verdad que la sociedad les ha otorgado y se convertirán en meros propagadores de versiones interesadas de una realidad completamente deformada por percepciones partidarias.

La batalla de la pobreza no debe limitarse a la lucha contra el hambre, sino también contra la indigencia intelectual, esa carestía de argumentos morales que nos permite convivir con la mentira sin producirnos demasiadas incomodidades. O que nos libra de escuchar a los demás y descartar aquellos puntos de vista de quienes no miran como ni desde donde nosotros miramos.

Es el efecto cámara de eco, que hace que recibamos sólo aquellas opiniones que coinciden con nuestro ideario y que comulguemos con las ruedas de molino de aquellos cuyo pensamiento compartimos. Pero el responsable no es el algoritmo que suplanta nuestra inteligencia, sino nuestro individualismo egoísta y perezoso. Al renunciar a perspectivas críticas nos apropiamos de una verdad que carece de la cimentación del contraste de opiniones y que, en consecuencia, apenas se sustenta en un terreno superficial y resbaladizo.

La posverdad huye de los hechos como alma que lleva el diablo. Los hechos tienen que volver a ocupar un papel central en los procesos de comunicación. Ello no implica renunciar a las emociones, que son consustanciales a la condición humana, sino a disociarlas de los hechos que las producen. No hay que abdicar tampoco de las opiniones propias, sino simplemente ser conscientes de que son la expresión de nuestros juicios y creencias y, como tales, son solo unas ondas más en el océano de las percepciones.

En 2018 tendremos que librar la batalla de la verdad. Los comunicadores estamos llamados a nutrir la vanguardia del frente, a predicar alto y claro que no existe alternativa a la autenticidad. Parece mentira que en los tiempos de la hipertransparencia la mayor reivindicación sea la verdad, la primacía de la evidencia sobre la sospecha, el triunfo de la certeza sobre la incertidumbre, la victoria de la autenticidad sobre la hipocresía, la derrota del embuste a manos de la realidad, la conquista del rigor y el destierro de la frivolidad.

Georg Ch. Lichtenberg, científico alemán, sostenía que “es casi imposible llevar la antorcha de la verdad a través de una multitud sin chamuscarle la barba a alguien”. No le tengamos miedo al fuego de la verdad. Si a alguien chamusca la mentira es a quien la propaga.

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