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Unos años atrás don Alberto Coliqueo, cuando ya terminaba mi trabajo de campo, me dijo que le había llamado la atención mi interés por el pasado, puesto que él suponía que a los huincas no les importaba. Es sabido que entre los pueblos originarios la historia opera en la cotidianidad, demarcando las relaciones parentales y comunitarias; esta omnipresencia supone una constante latencia de los antepasados. Un fenómeno similar se produce en la élite que hace que su proyección al futuro se estructure a base de una cuidadosa elaboración de lo pretérito: antigüedades, escritos, bienes atesorados, en fin… su lema distintivo es conservar  para proyectarse.

De vez en cuando, en alguna reunión social, los que se sienten parte de una clase privilegiada pueden sorpresivamente, o más bien en forma deliberada, llevar la conversación a esos estadios arcanos y preguntar por ejemplo: “¿Y tú, de qué solar eres?” Y queda claro que los que pertenecemos a otros grupos sociales del país no accedemos de la misma manera a la memoria, por cuanto las vicisitudes con las que hemos irrumpido han alterado la preservación de la memoria oral y sus escasos contactos con los documentos escritos son dispersos y fragmentados. Para los que somos resultado de la convergencia de muchas sangres, hijos de la hibridez, el mestizaje, la orfandad del origen remoto hizo que nuestros antepasados más bien omitieran valiosa información sobre los que nos precedieron. Al menos era lo que sucedía hasta hace un par décadas. La era tecnológica que hemos comenzado a vivir desde que se masificó la máquina fotográfica, la grabadora y posteriormente la cámara y el set de aparatos que han venido después, garantizan que el pasado permanecerá en las futuras generaciones.

Pero, en particular respecto a mi familia, se podrá decir que la estirpe de su ancestro primero esta en un domador de caballos que vivió gran parte del siglo XIX, que transitó por los campos de secano de la comarca de Cauquenes, en permanente atención a los posibles requerimientos de sus servicios. Alcancé a conocer a su último hijo, que era hermanastro de mi abuelo paterno y de mi abuela materna, él había heredado de él una larga vida y la virilidad de procrear hijos a una edad avanzada. No hay muchos datos, salvo que tenía algún dedo menos en una mano, perdido en las durezas de su oficio. Lo imagino en un buen caballo, resultado de su oficio, abrazado al paisaje de los ciclos productivos del ganado, de la crianza de ganados o de la abundancia de los vinos rústicos de las tierras de rulos. Quizás su fuerte era la mediería y no la posesión, pues con su muerte se extingue el vínculo con los parajes de ese Santos Bravo, que al parecer trasmitió un cierto don que llevó a sus hijos a buscar nuevos horizontes. Con ese lejano bisabuelo del Chile previo al centenario, al menos para nuestra familia, se pierden los trazos de nuestra vinculación directa con la vida rural. Mi abuelo paterno se radicará primero en Valparaíso y después en Curicó, dedicado a labores comerciales; mi abuela materna, luego de enviudar, se estableció con su hermano y se casó con el que sería mi abuelo paterno, el español vasco Cuervo Larrondo  comenzando nuestro periplo por el valle del Cachapoal. Algo así como la revolución neolítica a escala familiar, que tiene su anecdotario y sus imágenes sepias, que desde su tiempo nos precisan un pasado indeleble, referencial, y son miradas febriles que transitan por nosotros, remitidas estructuras habitantes de lo onírico y la vastedad de lo ido, luz de lo que vendrá.


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