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Luego de ver el film Melancholia (2011) del director danés Lars von Trier, he sido inundado por esa emoción. Es mi tristeza ante sus ecos.

La obra de von Trier evoca el cine de Fassbinder. Ambos genios nos iluminan desde el desencanto, una de las variantes más feroces del arte en el actual cambio de época histórico*. En el danés y en el prolífico director alemán (que nos legara una obra mayor), distingo la misma intensidad emocional, amén del parecido de sus rostros atormentados que nos hablan de la tristeza.

El film es visualmente muy bello (la fotografía es del danés de origen chileno Manuel Alberto Claro). Una Tierra con atardeceres y noches de ensueño, y en el horizonte la luna y un planeta llamado Melancolía que se acerca. La pregunta, desde el vamos, es: ¿habrá colisión? La imágenes son sobrecogedoras. (En paréntesis, también el 2011, en el film Another Earth, con menos magnificencia visual, pero en el mismo tono, la hermosa actriz Brit Marling -que también es guionista, por favor cinéfilos no olvidemos su nombre- mira con arrobo un cielo en el que se divisa otra Tierra, tal como si fuera un espejo cósmico de la nuestra).

En Melancolía, las actuaciones de Kirsten Dunst (Justine) y Charlotte Gainsbourg (Claire), marcan el ritmo en un grupo de actores que están a la altura de una obra maestra. Es casi seguro que el próximo 3 de diciembre será aclamada en Berlin como la obra del año del cine europeo (ex post, digamos que así fue). Justine y Claire son hermanas que se aman y dañan. Justine, lúcida y rebelde. Claire, ingenua y frágil. En la mansión nórdica en que moran, en una suerte de asociación libre de escenas, von Trier pone a deambular a personajes muy en el estilo de ese otro fresco acerca del turbio dolor intrafamiliar, tan propio de la sombra implícita en las relaciones humanas, que fue el film La Celebración (de otro danés, Thomas Vinterberg, 1998).

Un padre frívolo y ausente, una madre dura y cínica, un empresario insano en su miseria y ansia de poder y control, un joven ingenuo, un esposo ensimismado en su egoísmo extremo, un novio débil, un niño triste que crece, un mayordomo que vive para servir, un productor de ceremonias fatuo y lejano… y así. Pero nada de eso importa, salvo para mostrarnos la tesitura y única certeza de von Trier: que el actual vivir humano genera pura y simple melancolía, esa desolada emoción que invita a la tristeza.

La secreta y dolorosa metáfora en la Melancolía de von Trier es que vivir en relaciones egoístas e insanas, turbias y cínicas, es la más profunda causa de la tristeza, que nos lleva a una suerte de ineludible autodestrucción. Solo resta, entonces, esperar que la melancolía del vivir humano sea arrasada por el planeta Melancolía.

Consultado von Trier por su film más incomprendido, ha dicho que se trata de un ajuste de cuentas con la amenaza de la guerra nuclear y la eventual destrucción de la Tierra en la que creció cuando niño. Claro que, como siempre, los ecos de una obra van más allá de lo que imagina su autor.

A quienes nacimos y crecimos en los años sesenta del siglo XX, nos ha tocado un tiempo histórico desgarrador. Somos la primera generación en vivir en plena conciencia la posibilidad, e incluso a veces la inminencia, de una destrucción de la especie humana (digamos que no sería la Tierra la destruída, pues, pos hecatombe ella de alguna manera se las sabría arreglar). A la amenaza nuclear de inmediato siguió la crisis ambiental o ecológica (aceleración del cambio climático y perdida de biodiversidad, causado por nuestro modo de vida), que hoy es una amenaza mayor aún a nuestra continuidad.

Con todo, la finura y el foco emocional del director danés no ha querido detenerse en esos motivos; ambos activadores del sufrimiento humano en las últimas décadas. En el film nada de eso explícitamente siquiera se menciona, aunque se implican y subyacen como causas y efectos de otros dolores.

La Melancolía de von Trier se ha enfocado en el dolor en nuestra conciencia más intima, mancillada día tras día por la soberbia, el egoísmo, el cinismo, la maldad, la ausencia de respeto a la diferencia, el desamor por el otro y por la vida, el afán de poder y de control en las relaciones interpersonales. Como si con semejante opción autoral quisiera decirnos que ese dolor íntimo es a la vez causa y efecto de cualquier dolor. ¿Acaso padre y madre de todos los dolores? El desamor que nos pone tristes y frágiles nos lleva a actuar violentamente hacia el otro y hacia la naturaleza; violencia que a la vez nos inunda de más desamor y tristeza. Todo en un círculo que es la antitesis de lo virtuoso y de la esperanza.

El epílogo del film agobia y extermina. En una llanura verde, cubierta por una melancólica bruma, Justine, Claire y su hijo, unen sus manos sentados en posición de Loto, formando un círculo, “protegidos” por una pirámide” de ramas; mientras la cámara devela en el horizonte la inmensa presencia del planeta Melancolía que ya casi roza la Tierra. Es una espera, sin esperanza. Melancolía colisiona con la Tierra, destruyéndose ambos en una imagen de fuego que sugiere el inicio de otro Big Bang. Y la llama ardiente que les consume pareciera querer pulverizar a la insufrible melancolía en que todos vivían (en que hemos vivido).

Justo cuando termino de escribir esta crónica, el sonido del computador me alerta de una nueva noticia en BBC Mundo. Es una nota de divulgación científica con el título Otros mundos donde podríamos vivir. Cito: “en años recientes, la búsqueda de planetas potencialmente habitables fuera de nuestro sistema solar ha progresado notablemente. Kepler, el telescopio espacial lanzado en el 2009, ha encontrado más de 1.000 planetas candidatos hasta ahora…”.

Entonces siento más melancolía al pensar que como humanidad actuamos como si ya hubiésemos asimilado la eventual destrucción de la Tierra. Que por eso nuestra actual forma de vida, incapaz de autocambiar, querría e iría tras otro hábitat (im) posible. Ciegos, en una huida hacia ninguna parte, olvidamos que la humanidad y la Tierra estamos conectados a través de un “cordón umbilical” que impediría, allá lejos, un renacimiento de la especie.  Pero igual, ciegos, buscamos y buscamos, sin ver que nuestro dolor por el desamor, causa de toda destrucción, solo podría sanar si en nuestra Tierra intentamos vivir de otra manera. Tal vez esto von Trier lo sabe, pero escéptico ante nuestra capacidad de autosanar y de amar, nos ha provocado con su hermosa y dramática Melancolía.

 

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