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El 2 de febrero el presidente de Panamá, Ricardo Martinelli solicitaba a la Autoridad Nacional de los Servicios Públicos que multara a “las cias celulares por el pésimo servicio en la cinta costera donde se corta el servicio mucho” (sic). En su particular estilo de anunciar medidas a través de la red social Twitter, el presidente protegía el derecho de los clientes, de una de las zonas más exclusivas y emblemáticas del boom inmobiliario de Ciudad de Panamá, a contar con un buen servicio celular.

Paradojalmente, la noche del día siguiente implementó un blackout total de telefonía móvil en la Comarca Ngabé Buglé, una de las zonas más pobres y marginadas del desarrollo explosivo de Panamá. Aparentemente el objetivo era evitar la comunicación entre los ciudadanos que protestaban por la instalación de empresas mineras e hidroeléctricas en su territorio, evitar que informaran a los medios de comunicación de la represión que se desataría al día siguiente, evitar la comunicación entre las personas.

Qué escandalosa caricatura de la injusticia en el derecho a la comunicación dibujó Ricardo Martinelli en 24 horas.

Las palabras son tramposas. Blackout suena casi elegante, es como una operación tecnológica moderna, hasta con algo de “glamour”, con algo de sonido de etiqueta de whisky. Pero en términos de derechos humanos es más grave que la violación de la libertad de expresión (la incluye y amplía), es más parecido a un toque de queda que a la censura de un medio.

No se trata que el gobierno haya censurado, intervenido clandestinamente o prohibido la expresión a través de la telefonía móvil. La decisión es mucho más radical: suprimió la conversación telefónica. El gobierno eliminó, no permitió físicamente que se produjera durante días la conversación a través del celular entre un enfermo y sus parientes, entre una madre y su hijo, entre un obispo y un dirigente o un ministro, entre el dueño de una empresa y los trabajadores, entre un turista y su familia, entre un periodista y su medio.

La telefonía móvil y las redes sociales convergen en el potenciamiento de las personas y comunidades, ¿En qué momento y cómo puede el gobierno de un país, decidir apagarlas? ¿Son las empresas cómplices o deben acatar una orden, entregada en nombre de qué? ¿Hay reparación comercial por el tiempo no utilizado? En una zona rural como la Comarca, en un parto, el llamado de teléfono celular puede ser la diferencia entre la vida y la muerte ¿Si muere la madre o el hijo, quién es el responsable? ¿Qué ley protege el derecho de todos y todas, independiente de su clase social, etnia o ubicación geográfica, a comunicarse?

En la Primavera Árabe, hemos visto medidas de cierre total de la comunicación por parte de dictadores que están terminando sus días, intentando detener insurrecciones ciudadanas y democratizadoras. Es muy preocupante que ante una protesta ciudadana, se implemente la misma medida por parte de un gobierno “democrático” de América Latina.

Las asociaciones civiles y ciudadanas, defensores de los derechos humanos, gobiernos y organismos internacionales, empresas de telecomunicaciones, no pueden dejar pasar impunemente, sin siquiera señalar la gravedad del hecho. Esta es una violación flagrante del derecho a la comunicación, la que nos constituye como seres humanos. Guardar silencio genera un espacio de incertidumbre en el desarrollo humano, político, económico y tecnológico de nuestros países y abre la puerta a los peores fantasmas represivos del pasado.

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