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Nunca un asesinato de odio había sido tan mediático y tan publicitado en los medios como el de Daniel Zamudio. La crueldad bellaca en el cual otros seres humanos perpetraron contra un joven inocente, tan común y corriente, tan normal como cualquier otro joven de su edad, espantó a nuestra sociedad. Desde las más altas autoridades políticas hasta las personas más anónimas, de alguna u otra forma se sintieron identificadas con el dolor que provocó el crimen.

Este crimen de odio no es el primero, hay cientos de ellos registrados a homosexuales, transgéneros, heterosexuales, extranjeros, pueblos originarios, desde que Chile es Chile, desde siempre como un espiral de acontecimientos que nos van llevando un odio generalizado. Las sociedades particularmente son asentadas a partir de la violencia. Todos sus mitos, religiones, y paradigmas culturales se originan a partir de una violencia de una masa por sobre un individuo que representa lo indeseado, lo execrable, lo opositor a una moral concebida como ordenadora de una sociedad caótica. Ese caos se remedia con la violencia hacia un solo individuo que purifica todo. El orden surge y la paz es posible. Pero ahí queda, la violencia dentro de una estructura mental, inserto en hábitos, en reproducciones permanentes y cíclicas de las formas de vida social.

Nosotros permitimos que Daniel muriera. Permitimos una historia del país caracterizada por la segregación desde el hogar mismo. Categorizando formas de ser con el otro, diferenciándolo como sujetos, creando lenguajes heterogéneos que posibilitaron la existencia de figuras de consenso en cómo la moral debía construir nuestra vida cotidiana. Y Daniel y tantos más estaban fuera. Los exiliamos de esta comunidad líquida, destruida por la individualidad, sujeta a redes de información unilaterales, generando una paz social falsa.

Vemos a todo Chile de luto. Pero aún no vemos a un Chile que se sumerja realmente en la reflexión que nos debemos: que todos de alguna u otra forma tenemos responsabilidad de su asesinato. Sólo nos resumimos en solicitar penas ejemplares a sus victimarios, depositando toda esa violencia acumulada y replicada en cuatro seres humanos  que fueron formados por nosotros, por esta, nuestra sociedad. ¿Dónde está esa profunda autocrítica de parte nuestra? ¿Por qué somos tan diminutos en sólo replicar la violencia y pedir que los victimarios de Daniel se sequen en la cárcel hasta los huesos, como entes foráneos que han roto nuestra paz social? ¿En verdad creemos que la violencia es aplacada con una violencia silenciosa e insensata que es pensar que somos inocentes? Dónde está ese grito real y más doloroso que cualquier muerte: “¡Todos somos tus asesinos Daniel, perdónanos por qué no sabemos lo que hacemos!”

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