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Desde mediados del siglo XX, una oleada de críticos del modo de vida moderno (Horkheimer, Galbraith, Marcuse, Fromm, entre otros) empezaron a cuestionar el consumismo de las sociedades industriales por privar a las personas de libertad. Si la memoria no me falla, en las paredes de Mayo 68 entre otras máximas como “Prohibido prohibir”, “Imaginación de Ayer: Evidencia de Hoy”, algún adelantado parafraseó a Marx y escribió: “El consumo es el opio del pueblo”. Y digámoslo, el muro aquel iba contracorriente del amigo del productivismo y del progreso que fue el “querido Moro”.

En esos años, Marcuse distinguió entre dos tipos de necesidades, verdaderas y falsas, que los individuos intentan satisfacer al consumir. Verdaderas son necesidades vitales como alimentación, vestido o vivienda; falsas son aquellas de sobre consumo e innecesarias que los individuos tal vez se sientan felices al “satisfacerlas”; pero ignoran que les han sido impuestas por fuerzas sociales (inmensos sujetos elípticos, decía Marcuse) para aumentar el consumo, la producción y así continuar con esa cadena de esclavitud fraguada por el afán de acumulación. Las personas jamás podrán ser así autónomas, porque el consumo es un apéndice de la producción.

De ahí en más poco a poco se han desplegado prácticas de consumo responsable, el comercio justo, el deseo de vivir en austeridad y simplicidad voluntaria, reciclar, desmaterializar la economía, las críticas al crecimiento económico ilimitado, y una sumatoria de valores y prácticas que han intentado ir fraguando una nueva mirada y un nuevo modo de vida. Y sí, hemos evolucionado, pero todavía un buen vivir en otro modelo de satisfacción es una revolución pendiente. Y escribo a propósito revolución, porque esa sí que será una revolución existencial.

Además, en ella literalmente se nos van vidas. El último informe “Planeta Vivo” (2010) de la Fundación WWF nos interpelaba recordándonos que estamos consumiendo, algunos más que otros, es cierto, un tercio más de lo que los ecosistemas en la Tierra son capaces de regenerar. De seguir así, para el 2030, las proyecciones son lapidarias. WWF sugiere cambiar el sistema energético actual y el patrón de consumo si queremos respetar los límites de la Tierra. Fuerte y claro. La máxima: “El consumo nos consume” lisa y llanamente no es puro ingenio. Con todo, aún abundan los “conspicuos” del consumismo contra viento y marea, que son los mismos adalides de la irracionalidad implícita en la obsolescencia programada de tantos y tantos bienes.

Por ejemplo: Eugenio Guzmán Astete, Decano de la Escuela de Gobierno de la Universidad del Desarrollo, en el vespertino La Segunda del 23 de abril describía y defendía la pertinencia de “una valoración del consumo en todas sus expresiones, tanto el conspicuo como el necesario”. Su tesitura, en la lógica de la acumulación y el consumismo sin límites, pese a la evidencia de la eco-crisis, la continúan levantando los ideólogos del mundo convencional capitalista, dicen algunos, otros alegan que son tecnócratas, por mi parte prefiero tratarlos de  “anacrónicos tardo-modernos realmente existentes”.

Interpreto que el consumo necesario, según Guzmán, debería satisfacer las necesidades verdaderas de las que nos hablaba Marcuse. Mientras que el “consumo conspicuo” (la RAE dice de conspicuo “que es ilustre, famoso o sobresaliente”), debería satisfacer lo que Marcuse, a tono con la mirada de la sustentabilidad, llamaba necesidades falsas.

Curioso, aun cuando no inocente, el abuso idiomático del sociólogo Guzmán y de economistas varios, ese del “consumo conspicuo”. Me suena, parafraseando a Marcuse, a la lógica de inmensos y pequeños sujetos elípticos, nada de conspicuos, que quieren continuar repitiéndonos una y otra vez la letanía del consume, consume y consume, pues “eres lo que tienes.”

Juzgue el lector a quién acompaña la ética y la razón en estos casos, al sabio de Marcuse o a los pequeños sujetos elípticos que son Guzmán y sus amigos, todos entusiasmados con el consumismo, tanto el necesario como el “conspicuo”.

www.hernandinamarca.cl

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