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Es complejo crecer en Chile. Ser niño en Chile. Someterse a la luz y a la sombra de la realidad, a la esperanza y la desesperanza. Esa bipolaridad de país que somos, entregados al poder de unos pocos, dormidos entre promesas de desarrollo, esperando despertar y experimentar aquello llamado libertad, la libertad de decir que “no” ante la injusticia. “No” a aquello que nos violenta y no nos deja dormir por las noches. Pero, lamentablemente, sólo somos espectadores pasivos de la basura que se oculta bajo la alfombra, para no ver…

Esas mismas promesas son las que escucho desde que era una niña y jugaba con mis amigos en lo que quedó del “Elefante blanco” o, mejor dicho, del Hospital Ochagavía. Con la llegada de la dictadura, el que iba a ser el recinto público más grande de Sudamérica quedó inconcluso y, luego de múltiples saqueos, la obra –licitada a comienzos de los ’90 bajo la placa de futuro mall y complejo habitacional– está hoy destruida y hedida en moho, cual testimonio vivo del abandono y el olvido que también han sufrido los vecinos de Pedro Aguirre Cerda. Lo cierto es que el destino del “Elefante” era caer tarde o temprano, dormir y transformarse en un cúmulo de vivencias. En una leyenda urbana. Nuestra leyenda.

Recuerdo que de noche nos escapábamos con otros niños a recorrer sus salas frías y fantasmales. Teníamos orgullo de saber nuestro al “Elefante”, sobre todo en invierno, cuando llovía y charlábamos horas botando humo de frío, inventándonos una fantasía para confesar u olvidar nuestras historias disfuncionales, todas ni más ni menos felices; simplemente diferentes.

Entre los muros de esa mole gris, aprendimos de humanidad, miseria y también de compasión. Sí, porque el “Elefante” era capaz de reunir a especies tan diversas de seres humanos, que te sorprendería. Algunos lo habían hecho su hogar por las noches; otros, su lugar de trabajo. Y lo cierto es que había lazos, leyes y respeto entre esos hombres y mujeres. Al fin y al cabo, éramos los niños del “Elefante”. Todos sus hijos, y no hay hijo bueno ni malo.

Los grandes nos contaban sus experiencias y, al escucharlas, entendí –sin filtro ni parafernalia televisiva– que la vida a todos nos golpea distinto. Que las circunstancias nos determinan, lo mismo que la voluntad. Esas personas trataban de sobrevivir. Y era irónico que el hospital, independiente del abandono, estuviese cumpliendo su función: acoger, ayudar, aunque en miserables condiciones.

Resulta tan paradojal lo que simboliza esta mega construcción, así como muchas otras, pues en el fondo los edificios nos hablan de fracturas y derrotas, y también de éxitos camuflados. A veces imagino cómo hubiese sido ver al “Elefante” funcionando, para descongestionar la colapsada demanda de atención hospitalaria de la Región Metropolitana. También me cuestiono la inversión, la apatía de las autoridades y en lo que el edificio se ha convertido: una gran sombra que lo devora todo a su alrededor. Una sombra que hace que el barrio se pierda, quede oculto y se transforme en un ghetto, simulacro de una pequeña ciudad derrotada.

Y son justamente estos monumentos involuntarios los que están allí instalados para recordarnos la verdad. Para hacernos comprender que, mientras nos bombardean en los medios con notas grandilocuentes de lo mucho que se “avanza”, de los logros y los lujos, existe una gran nación –casi subterránea– a la que jamás llegará el “chorreo” de unos pocos.

 

Fotografía: Pía Rocco

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2 Comentarios sobre “Elefante blanco

  1. Hola, estoy escribiendo un reportaje sobre el elefante blanco, soy de la comuna y quisiera poder contactarme con Lorena Reyes para recoger su testimonio .

  2. Gran artículo. Me sumo a la rabia y sentimiento de postergacion que causa tener este elefante, símbolo del abandono y falta de preocupación por la zona sur poniente de Stgo. Por que ni Pinochet, ni la Concertacion, ni Piñera han hecho algo por cumplir el tremendo sueño, que comenzó en el gobierno de Allende, de dotar con otro Hospital a esta zona. Acaso la estadística no basta para demostrar lo colapsado que están los hospitales de la zona, como el Barros Luco.

    Sumemos fuerza, quizás esta vez oigan al ciudadano. Así como han tenido que oír a Aisen, a los estudiantes, a Freirina y tantos otros valientes.

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