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En la discusión sobre el salario mínimo se extraña un aspecto que a nadie parece importarle mucho, cual es la dimensión ética del problema.  En nuestra opinión, este ámbito tiene mucha mayor importancia de la que se le ha entregado hasta ahora.

Las relaciones entre empleado y empleador no sólo tienen un ámbito técnico. Cuando se habla de ética del trabajo nos referimos a la relación entre estos dos agentes, en la cual uno ofrece trabajo y el otro acepta laborar de acuerdo a determinadas condiciones, entre las cuales el salario ocupa un lugar importante, mas no el único. No se trata solamente de crear puestos de trabajo, sino que éstos sean además dignos, es decir, que procuren incentivar el desarrollo humano y profesional de aquellos que laboran para tal o cual empresa, lo que a su vez se traduce en una mayor competividad y valor de mercado para esa compañía.  Ya en 1981, en la Encíclica “Laborem Exercens”, el Papa Juan Pablo II llamaba la atención sobre el peligro que suponía considerar al trabajador sólo como objeto del  quehacer laboral y no como sujeto y pilar fundamental de esta tarea.

Cabe entonces preguntarse si esta dimensión ética es la que predomina en nuestro país, y si las empresas toman en cuenta este ámbito al momento de desarrollar su labor como tales. La experiencia nos dice que lamentablemente la situación es bien diferente, en una gran cantidad de casos. Los análisis indican que hasta el día de hoy persiste en gran parte del empresariado chileno una actitud condescendiente , en la cual a los trabajadores se les hace sentir que el hecho de tener un trabajo debe considerarse como un favor, una dádiva que la compañía ejerce, y por lo tanto los empleados deben someterse al arbitrio de las organizaciones en cuanto a condiciones laborales y sueldos. Esta lógica decimonónica, que tiene raíces históricas en Chile, y que se remonta incluso a la época de las encomiendas, después de la conquista, permea gran parte de las relaciones laborales entre trabajador y empresa, y su persistencia es tan fuerte que hasta los propios trabajadores han llegado a pensar que más vale callarse, agachar el moño y no revolver mucho el gallinero, considerando que hay muchos que esperan expectantes hacerse del puesto que en ese momento ejercen.

Hay además dos ideas relacionadas con lo anterior. Una, que tiene que ver con la responsabilidad social del empresariado, y la segunda con el rol que la economía como ciencia juega en la problemática que nos ocupa.  En el primer caso, y si aceptamos el carácter dadivoso al cual nos hemos referido antes, es evidente la contradicción que existe entre esta lógica de tómalo o déjalo, y la responsabilidad social del empresario, que además se ha transformado en un componente esencial del modelo propagandístico de la clase empresarial que se muestra en los medios de comunicación.  No basta mostrar spots en radio y televisión sobre los proyectos de desarrollo que tal o cual compañía realiza en regiones aisladas para “elevar la calidad de vida de sus habitantes”.  Tales acciones pierden validez cuando sirven solamente como medio de lavar la imagen de las empresas ante el público, y tienen menos sustancia aún cuando se ponen de manifiesto las malas relaciones laborales y los bajos sueldos que tales empresas entregan a sus empleados.  En este sentido, cabe recordar que en Chile se da  el nada envidiable registro de poseer una de las mayores diferencias salariales entre empleados de mayor y menor calificación en el mundo, siendo ésta de 102%, de acuerdo a informaciones y estudios actuales.  Por consiguiente, la tarea para el empresariado, y sobre todo para las grandes empresas, es compatibilizar su discurso sobre la responsabilidad social que tienen y que ésta vaya en paralelo con las obligaciones que poseen con sus empleados, entre otras, las relaciones con los sindicatos y dirigentes, que muchas veces se ven discriminados y aislados cuando tratan de ejercer sus tareas como líderes de los trabajadores.

La segunda idea tiene que ver con el rol de una parte de los economistas que últimamente han aparecido con gran frecuencia en los medios, hablando sobre el problema de aumentar o no el salario mínimo.  Si se acepta la premisa que el aumento de este salario tiene dimensiones éticas y políticas, y además simbólicas, entonces la machacona insistencia en enfatizar el carácter técnico de esta discusión, llegando a vaticinar predicciones apocalípticas sobre la baja en el empleo si el salario mínimo llega a los $200.000 mil pesos, sólo se entiende como el intento de privar a la discusión de estas otras dimensiones, poniendo el acento en el carácter casi religioso de las cifras que demostrarían tal descalabro. Si tal fuera el caso, y ya sabemos que existen variedad de estudios que indican la inexistencia de razones concluyentes en uno u otro sentido, la ciencia económica estaría también enfrentada a una disyuntiva importante. O deja de lado su carácter de ciencia social que intenta explicar el comportamiento del homo economicus,  y por lo tanto no puede dejar de considerar el aspecto ético de las relaciones laborales,  o centra su quehacer sólo en cifras y guarismos que tienen carácter de dogma indiscutible. Como hemos visto en este último tiempo, esta idea ha sido avalada por un gobierno de carácter tecnocrático para el cual los números parecen ser más importantes que cualquier otro aspecto de los que hemos reseñado en esta nota.  ¿Debemos entonces creer ciegamente en estos adalides de las cifras y estadísticas?  ¿O la discusión sobre el salario mínimo tiene otras connotaciones que van mucho más allá de tales o cuales guarismos? En nuestra opinión, nos inclinamos por esta última premisa, y esperamos que el debate tome en cuenta estos aspectos sociales de un tema que va mucho más allá de estadísticas, variaciones en quintiles y cifras de variabilidad del empleo.

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