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Uno entra en un hospital con muchas prevenciones y trata de crearse un escudo contra una atmósfera oprimente. El agobio se intensifica al ver el deterioro de los edificios: pisos desgastados, muros con pinturas descascaradas, pobreza estética.

Si nuestra motivación es aliviar a nuestros amigos enfermos –nuestro cariño, quizás una ayuda práctica o una buena conversación-  uno tiende más a la apertura que a la auto-protección. Quién importa es el otro.

Hace unos días fui a ver a una amiga, en una sala común, de mujeres. Estaba acompañada de su hija, y su expresión era risueña. Cuando hablamos, surgieron todos sus miedos y reclamos. No quería permanecer más tiempo en el hospital, pero debía cumplir un plazo riguroso de siete días. Primero se había resistido, desconectándose del  suero, y la consecuencia fue alargar su estadía. Ahora se daba cuenta de eso y tendía a ser más colaborativa, a regañadientes.

Estando un largo rato, comencé a percibir más detalles del ambiente, distinguiendo a las distintas enfermas: una mujer joven, acompañada de muchos familiares, en un estado de gravedad que imponía semblantes sombríos -pero uno de ellos la animó a hacer un paseo en silla de ruedas y eso alivianó su tristeza. Una anciana que hablaba fuerte, preguntando por su hijo, por la fecha y todos los componentes de su espera que le permitieran creer que él vendría. Una señora apacible, rodeada de los cuidados de su esposo y de su hija. Dos señoras en camas vecinas, conversando animadas.

Las visitas son apreciadas pues traen al lugar el sol de la vida sana y muestran socialmente si las personas son queridas. Entonces, cuando alguien está sola, las de unas sirven a las otras, animándolas o prestándoles servicios.

Este pequeño mundo de una sala de hospital me pareció bueno. Uno puede percibir una confraternidad entre los enfermos, que contrasta con la desconfianza en las calles y otros lugares. La hija de mi amiga me confirmó que todas se prestaban ayuda, y al final del día, se contaban las novedades y visitas. Todas eran cariñosas y pendientes unas de las otras. Me envolvió esa atmósfera de simpatía y me dio gusto estar allí con ellas. Las fui saludando y conociendo y se sorprendieron cuando les pregunté si esperaban que nos fuéramos para quedarse solas y comenzar a divertirse. Se rieron mucho. Salí contenta al reconocer que es cierto que podemos transformar la adversidad en un camino de despertar a nuestra inherente dignidad  humana.

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