Compartir

¿Qué nos identifica los chilenos?, ¿somos una nación?, ¿existe una comunidad que se pueda reconocer como pueblo chileno?.

Desde hace mucho tiempo que discutimos sobre la identidad nacional. Los hay que asocian el mismo a estereotipos que más bien corresponden a imposiciones y hay otras que son  construcciones ideológicas, que responden a deseos más que a la realidad.

Chile se caracterizó desde la conquista española por una cierta homogeneidad cultural, derivada de las características de la conquista, las condicionantes geográficas y la propia constitución de una sociedad cerrada, rígida, basada en un catolicismo austero y omnipresente, vinculado a la tierra, donde la disciplina social fue siempre recurrente, producto de un miedo atávico al desorden y la falta de rutina.

El nuestro fue un desarrollo económico precario, de pobreza y de dureza del  medio, que hizo surgir una concepción fatalista de la vida. Cada cien años, un terremoto destruía lo que se había logrado construir y de nuevo se debía empezar, con paciente resignación.

Nuestra identidad fue siempre rural, solo alterada por la explotación minera del norte del país, luego de la Guerra del Pacífico. Fueron campesinos de los valles de Elqui, Limarí y Choapa quienes emigraron a Atacama, Antofagasta y Tarapacá  para laborar en la plata, el salitre y el cobre y expandieron esa misma concepción triste de la vida agraria, agudizada por las terribles condiciones del desierto.

El mundo rural entró en disolución a mediados de los años 30 y concluyó su desaparición con la Reforma Agraria de Frei y Allende. La pérdida de la ruralidad fue severa para nuestra identidad, puesto que la ciudad no logró reemplazarla. La emigración campo ciudad llevó a millones de  campesinos a habitar las ciudades y Santiago se consolidó como la gran metrópoli nacional, pero en el proceso, dejó en la deriva a sus habitantes que no han logrado constituir un cuerpo con identidad propia.

El campo y lo rural daba certeza, establecía una vinculación del hombre y la mujer con la tierra, asociaba la vida con un espacio y un paisaje que era característico. Hay que imaginar lo duro que debió ser para un cauquenino llegar a habitar un Santiago gris. Se profundizó la melancolía.

Igualmente, el catolicismo se diluyó como piedra angular de esa identidad campesina, de rezos, procesiones, catecismos y lleno de liturgias que marcaban los días y las horas de la gente de campo.

Los atisbos de identidad que pudieron florecer en las ciudades, como el que tuvo el obrero industrial en torno a las fábricas, el poblador en la toma, el residente del barrio de clase media, también se ha ido perdiendo.

Cuando uno recorre las ciudades de Chile, se percata que  existía una fábrica y en torno a ella, estaba la población con sus obreros, como el campamento minero al lado de la faena (sólo recordar Curanilahue, Potrerillos, Sewell). Ello tampoco existe, las industrias ya no están en las ciudades y todas se concentran en Santiago, en alejados e inhóspitos parques industriales, donde los trabajadores tardan horas en llegar, desde el otro extremo de la ciudad. Esta disociación del obrero con sus pares y su representación en la fábrica se ha extinguido, lo que se traduce en la debilidad del sindicalismo como actor social relevante en la vida social. El debilitamiento de la conciencia de clase es quizás una de las mayores pérdidas para nuestra identidad.

La identidad de los pobladores, construida en base a sus luchas por las  tomas de terreno para construir sus viviendas y a la organización comunitaria durante la dictadura, se ha perdido por el influjo de la droga y la imposición de sistemas de pandillas y mafias locales, que han pervertido completamente el poderoso sentido ético de las luchas sociales.

¿Qué nos queda entonces?.

Quizás nos queda un indisimulado orgullo nacional, un recuerdo recurrente a una cierta ética republicana y a una pertenencia a un territorio duro, pero hermoso. Los chilenos deben ser de los pueblos más patriotas (por no decir chovinistas) de América latina,  que se siente miembro de una nación única, con sus muchos problemas.

También nos queda nuestra inexpresividad, la incapacidad de hablar con franqueza y directamente y nuestra tendencia a evadir los temas con sutilezas, que muchas veces es simplemente hipocresía. Manteniendo las distancias, es esta necesidad de decir las cosas  sin que se entienda el mensaje, lo que produce tantos poetas y de tan buena calidad.

Somos expertos en hablar mucho sin decir nada, en tratar de no tener conflictos. Le tenemos pánico a la confrontación y preferimos  evadir aquello que nos divide, privilegiando el consenso y el orden. No por nada, son los Carabineros la Institución que más respetamos.

Nos hemos puesto desconfiados y descreídos, pero en el fondo somos ingenuos. Nuestra rebeldía es solo nominal y todos, cual más, cual menos, somos conservadores, incluidos los de izquierda.

Cada cierto tiempo, pareciera que todo nuestro orden va a estallar y no quedará nada, pero muy pronto se restablece ese despreciado stato quo y la mayoría vuelve a sus ordinarias vidas.

Siempre he creído, por ejemplo, y para retratar nuestra vocación de resaltar lo público por sobre lo privado (herencia de lo español) que los chilenos valoramos en exceso la institución de la Presidencia de la República. Ningún Presidente de la República en Chile osaría renunciar a su cargo mediante fax o huyendo en helicóptero; acá los Presidentes salen de la Moneda por la puerta principal o muertos, como Allende o Balmaceda.

En un mundo globalizado nos caracteriza, más que nuestro hablar atarantado, rápido, inentendible para los demás por su entonación rítmica y esa manía a comernos las sílabas finales, una  vocación de lucha que siempre tiene que ser colectiva. En Chile los caudillismos y aventuras personales siempre están condenados al fracaso. A pesar del poderoso individualismo, los chilenos buscamos pertenecer a un colectivo, ser con otros, buscarnos en nuestras coincidencias. Nos falta aceptar la diversidad.

Los chilenos estamos en un proceso de transición, no tenemos certezas hacia dónde vamos y lo que queremos ser. Es un debate entre un desarrollo que todos decimos querer, pero que nos exigirá  renuncias que pocos están dispuestos a asumir.

Es como el debate sobre la calidad de la televisión y la exigencia de que exista producción cultural de calidad, cuando en definitiva la mayoría prefiere lo comercial y fácilmente digerible.

Hoy hay varios Chiles que tratan de  formar sólo uno. En ese parto de nueva identidad, será necesario un aporte de la intelectualidad nacional, tan brillante en otras épocas y tan lastimera y quejumbrosa en los años recientes. Pero hay esperanza, fundamentalmente en la creatividad de nuestros jóvenes artistas, creadores y profesionales. Son provocadores, innovadores, soñadores y claramente han recogido la tradición para darle una nueva lectura.

¿Se emociona Usted escuchando a los Bunker interpretando La Exiliada del Sur de Violeta Parra?. Puro canto campesino en rock del siglo XXI. ¿Ha visto a nuestros diseñadores que recogen la artesanía rural y la transforman en productos bellos, útiles y ¡comerciales!?. ¿Ha visto cine chileno?. Vaya y escuche Cueca Urbana en el Bellas Artes. Converse con nuestros músicos juveniles y los nuevos arquitectos. Le volverá la esperanza.

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *