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La invasión de Sicilia por Garibaldi significa un gran contratiempo político para don Fabrizio, príncipe de Salina. En 1860, el líder revolucionario acelera la unión nacional y los pequeños estados se van incorporando al Reino de Italia, engendrado en torno a Víctor Manuel de Saboya, rey del Piamonte. En este escenario, don Fabrizio y su familia se trasladan a la veraniega localidad de Donnafugata.

Angelica, hija del rico burgués don Calogero, fascina al joven Tancredi, sobrino del príncipe de Salina. Éste, que ve con agrado esta unión entre la aristocracia y la alta burguesía, es obligado a emitir su voto en un plebiscito para decidir la suerte de Sicilia, pero renuncia a un escaño en el Senado que le ofrece el rey Víctor Manuel II, alegando que ha estado demasiado ligado al antiguo régimen para cambiar.

En un gran baile ofrecido en honor a Angelica, en el palacio de Ponteleone, don Fabrizio comprueba nostálgicamente la inevitable decadencia de su clase social. El príncipe se convence de que la suerte está echada y de que el tiempo es irreversible, aunque piensa que “en este país de componendas, es necesario que todo cambie para que todo siga igual”.

Entonces obra en consecuencia y decide favorecer a los revolucionarios, apoyando a su sobrino para que se incorpore a las fuerzas garibaldinas y después al nuevo ejército italiano. No obstante, don Fabrizio piensa en su fuero interno que está asistiendo al fin de su mundo.

La encrucijada actual remite al pasaje del Gatopardo, novela de Guiseppe Tomasi di Lampedusa que protagoniza el Príncipe de Salina. La historia no se repite, pero muchos de sus episodios tienen ingredientes comunes, actitudes tenaces y personajes estereotipados. Prueba de ese cambio que aplica para todo menos para uno mismo es el amenazante y no solicitado regreso de Silvio Berlusconi a la primera línea de la política, un esperpento que no es exclusivo, ni mucho menos, de la política italiana.

En esta coyuntura que semeja un “dejà vu”, todo -o casi todo para dejar un espacio a la generosidad de la duda o a la esperanza- son frases hechas: “Cambiar el sistema productivo”, “reducir el endeudamiento” , “ajustar el tamaño de las administraciones públicas”, “flexibilizar el mercado de trabajo”, “recuperar valores como el esfuerzo…”, “reformar la educación”, “estimular el espíritu emprendedor”, “mejorar la imagen del empresario”, “volver a crecer para generar empleo”. De momento, sólo buenas intenciones y muchas paparruchas.

Príncipes y aristócratas del poder depositan sus esperanzas para salir de la crisis en recetas convencionales, cuyo ingrediente básico es el ajuste. Tal es el consenso, apenas roto por un puñado de observadores propios y ajenos, muchos de los cuales opinan desde otras economías, que cabe pensar en el recorte como la medicina amarga que el enfermo debe tomar no sólo para detener la infección, sino también para estabilizar su cuerpo con el fin de cambiar sus hábitos de vida.

Pero recorte y reformas sí pueden caminar de la mano. Y las segundas no pueden ser sólo el disfraz de nuevos ajustes, sino también el principio de un cambio cultural y moral que figura en el discurso, cual frase reiterada, pero que no acaba de plasmarse en decisiones con auténtico poder de transformación.

Baste un ejemplo: nos han convencido de que la reforma del sistema financiero es imprescindible porque el crédito es esencial para que funcione la economía. Para nuestros padres no era el crédito, sino el ahorro, pero bueno… Y nosotros ya estábamos convencidos previamente de que la codicia está en el origen de la burbuja que nos ha estallado y que tanto daño está produciendo, sobre todo a los más débiles. Las reformas y los ajustes se están concentrando en el primer convencimiento, pero no están modificando los comportamientos que dieron lugar al segundo; y ello a pesar de la creciente presión popular para que se corrijan los excesos salariales y no salariales. ¿Acaso se ha producido un cambio en los sistemas de remuneración de las grandes empresas y, específicamente de las entidades bancarias?

Para cambiar de verdad hay que creer de verdad en la necesidad del cambio. Las reformas no pueden ser vistas como una fórmula para salvar al sistema de sus propios excesos, sino como una oportunidad para reformar al sistema en sí mismo. Yo no conozco otro sistema, pero sí otras reformas.

Empiezo a sospechar que muchos líderes de papel se sienten cómodos en el papel de don Fabrizio. Me queda la duda de si actúan por instinto de supervivencia, por vértigo a reformarse a sí mismos o por la convicción de que la economía de mercado volverá a ser generosa con quienes se hayan ocupado más del mercado que de la economía en estos tiempos de zozobra.

Artículo publicado en el número de diciembre de la revista de APD

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