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En estos primeros días del año se me viene a la memoria en forma reiterada lo que decía un personaje femenino de la novela  de  Mario Vargas Llosa “Lituma en Los Andes”, presentada  como muy refinada y cercana  a la cultura andina, que respecto a los violentos actos  de Sendero Luminoso decía “que nunca habría pensado que pudieran pasar  situaciones así en el Perú”. Pues en la región en la que he habitado gran parte de mi vida estamos cada vez más en una situación que adquiere una dimensión fuera del  marco de la legalidad  y que es muy difícil de comprender, pues solo afecta al sur de Chile, y preferentemente donde se concentra la mayor cantidad de población indígena.

El año 2012 superó todas las marcas anteriores en cuanto a actos fuera de la ley relacionados a lo que se ha denominado el “conflicto mapuche”, y el 2013 recién iniciado ya tiene víctimas que lamentar. Las medidas de la autoridad de turno resultan del todo ineficaces para contener una avalancha de atentados a la paz pública que ya no solo afectan bienes materiales, sino que crecientemente perjudican directamente la integridad de la personas. Los grupos hoy movilizados, aunque minoritarios y concentrados en ciertos puntos del  territorio propician, no solo la recuperación de tierras, sino que aspiran y (hacen acciones para ello) para expulsar a los no mapuches de esos espacios.

A partir de ello, ¿Se podrá seguir sosteniendo que son hechos aislados cuando prácticamente no hay día del año que no tengamos que lamentar alguno de estos sucesos? ¿Bastará con identificar a quienes realizan estos hechos como un movimiento guerrillero o terrorista? ¿Se logrará articular una respuesta que satisfaga a la inmensa mayoría que no comparte la opción por los medios violentos para alcanzar sus objetivos? Aunque son deficitarios los estudios al respecto, creo que no es aventurado decir que tanto los nacidos en la Región de La Araucanía como quienes por opción vivimos en ella estamos disconformes con el resultado histórico que ha significado la ocupación de este territorio por el Estado chileno, lo que significado ser víctimas privilegiadas del desorbitado centralismo que caracteriza al Estado y las elites que han gobernado el país.

La investigación académica nos aporta las evidencias de lo que fue la imposición de una estrategia de integración y aculturación que a la larga haría desaparecer la condición de pueblo – nación de los mapuches. Pero también se deben reconocer los esfuerzos que en su momento significó el acuerdo de Nueva Imperial de 1989, firmado por el entonces candidato Patricio Aylwin, por generar las bases para una nueva relación entre el Estado y los pueblos indígenas. La derecha cuando era oposición se festinó de los desaciertos de la política indígena de la Concertación y exigió mano dura cuando ocurrieron hechos de violencia. Y en la hora de ser gobierno su fracaso es estrepitoso, por cuanto no ha querido asumir la prioridad de optar por una solución política bajo el amparo del reconocimiento constitucional y del convenio 169, lo que ciertamente dejaría sin apelación a quienes optan por el camino de la violencia.

El Chile del siglo XXI, al borde de un per capita de país desarrollado, debe resolver o seguir sufriendo un conflicto que se arrastra desde finales del siglo XIX, cuando la incorporación forzada de los mapuches abrió una herida que por generaciones lejos de amenguar ha vuelto emerger.

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