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Cuando era chico, digamos 9 o 10 años más o menos, cada dos o tres meses mi mamá me mandaba a cortarme el pelo. Ir a la peluquería era un acontecimiento no deseado. Primero porque era una orden, sin posibilidad de ser desobedecida y segundo porque para mí no había ninguna necesidad de andar con el pelo corto.

Según las normas sociales del momento, los padres eran los primeros responsables de garantizar el largo adecuado del pelo de sus hijos. En caso de que fallaran en su responsabilidad, los profesores, en particular el inspector del colegio era el encargado de hacerlo notar, ya sea mediante una comunicación en la libreta o en caso de reiteración de la falta, llamando al apoderado.

No recuerdo si alguna vez me llamaron al apoderado por causa de mi pelo; si recuerdo que a mi hermano mayor le pasó más de alguna vez. Es que él era más grande y se resistía a no usar el pelo largo, como un lolo. Inclusive me acuerdo de un hecho que ocurrió el día que fuimos a buscar a mi padre al aeropuerto y que grafica la importancia de este asunto del pelo. Ese día mi padre regresaba después de varios meses de trabajo en Panamá. Cuando veníamos en el taxi, mi papá se volteó hacia mi hermano y le dijo mirándolo fijamente “¿jovencito, qué significa ese pelo?”. Mi hermano había aprovechado su ausencia para ampliar su margen de acción, en lo que al largo del pelo se refería. Después de ese día tuvo  que volver a la peluquería.

En mi caso, generalmente mi madre escogía el día sábado para darme la orden, en forma escueta. Anda a cortarte el pelo!. Eso significaba que había que ir ya. Así que tomaba la plata y caminaba hasta el paradero 25 de la Gran Avenida, a mi peluquería habitual.

No me acuerdo de cómo se llamaba el lugar, ni tampoco del nombre del peluquero, pero recuerdo otras cosas más interesantes.

El proceso comenzaba con la espera, que era lo mejor de todo. Uno se sentaba y comenzaba a hojear las revistas, que en gran cantidad llenaban la mesa de centro. Las revistas que allí había, cubrían un amplio espectro de intereses. Estaban los tradicionales Condoritos, desde números muy antiguos, cuando el pajarraco era más flaco y desgarbado. Era bien feo en realidad. Lo bueno era que como había tantos números, uno nunca tenía que repetirse el plato, leyendo los mismos chistes. También estaban las revistas de la editorial mejicana EN, que eran muchas; en particular recuerdo El Hombre Araña, Archie, El Llanero Solitario y Superman.

Había también otro tipo de revistas. Estaba el Pingüino, una revista de chistes picantes y también estaban las Pepe Antártico; que además de chistes traía algunas fotos de chicas en paños menores, generalmente en bikini o en ropa interior. Los modelos de ropa interior eran los de esa época; con mucha tela,  unos calzones de vieja y unos sostenes puntudos y tiesos, al menos así parecían.

De ahí la cosa subía en intensidad, llegando a lo mejor, la revista Nat, que era una que estaba llena de fotos, en blanco y negro o blanco y verde, de mujeres en pelotas. En general las chicas eran entre jóvenes y de mediana edad, más bien bajas, rellenitas y curvilíneas. Era el look del momento. Muchas además usaban peinado alto, de esos endurecidos con laca, que era un spray que se echaban las mujeres y que de seguro era lo tóxico, porque les dejaba el pelo como alambre.

Al hojear las revistas, el tiempo transcurría a otra velocidad. Era tal mi interés que no me importaba si esperaba una, dos o más horas. Esas revistas no podía verlas ni leerlas en ninguna otra parte; así que había que aprovechar el momento. Lo único que podía acercarse a esta experiencia era hojear el suplemento del domingo del Clarín, que también traía chicas con poca ropa.

Pasada la espera, venía la etapa del corte de pelo. Llegado ese momento, me entregaba en las manos del peluquero; sin chistar. Nada de que me gusta así o asá. El corte estaba decidido y el método también. Corto, con máquina, orejas descubiertas, pelo sobre el cuello de la camisa  y listo.

Mientras el peluquero hacía su trabajo, yo me entretenía mirando los frascos  que estaban en la mesita, bajo el espejo. Aún me acuerdo de los nombres de las botellitas de vidrio y de las cajitas de cartón. Los de siempre eran Glostora, Lancaster y Old Spice, con su caja roja y el velero blanco. La Glostora era lo que se denominaba gomina; una gelatina, media amarilla que dejaba el pelo brillante y tieso. Nunca me pusieron de eso, era para grandes supongo. La Lancaster era un Colonia, que tenía publicidad en las revistas de piluchas, como les decía mi mamá. La otra colonia que existía en esa época,  y que era la más juvenil, era la Flaño. que venía en una caja delgada, de color verde oscuro, con letras amarillas. Pero  esa no la tenían en la peluquería. Los lolos que la usaban no se cortaban el pelo. Mi hermano mayor usaba colonia Flaño y también usaba desodorante en crema marca Etiquet. Yo no usaba nada; con suerte me lavaba los dientes.

Siguiendo con  el proceso; una vez que el peluquero terminaba su labor, me mostraba orgulloso, con un espejo, la destrucción que había hecho en mi cabeza. En ese momento, resignado, me bajaba de la silla, le pagaba y me iba a mi casa.

Lo primero que sentía era vergüenza. Estaba definitivamente pelado. La segunda sensación, ocurría al salir del local. Como ya era tarde, digamos las 7 pm más o menos, sentía frío en la cabeza; lo que me recordaba nuevamente que estaba pelado. Mientras más rápido caminaba, para que nadie me viera,  más rápidamente el aire frío pasaba por mi cabeza, recordándome nuevamente la ausencia de cabello. Finalmente, al llegar a mi casa, cabizbajo y avergonzado, entraba sigilosamente por la puerta de la cocina. Ahí estaba mi madre, que me recibía con una amplia sonrisa y me decía siempre lo mismo: “Oooooh, quién es este caballero?”. No quiero decir que ese recibimiento aplacara inmediatamente toda mi vergüenza y frustración, pero era lindo ver a mi madre recibirme con una sonrisa tan hermosa. Después de eso, el pelo corto era solo un detalle.

 

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