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Las aspiraciones sociales en la historia han recogido la filosofía de la época que ofrece posibilidades de bienestar general y se va haciendo comprensible y deseada por las mayorías hasta hacer de esas aspiraciones demandas que quienes ejerzan el poder deben satisfacer. Es así como la humanidad ha logrado sus más significativos avances. Pero, cuando el poder ha rechazado o ignorado las demandas sociales, bien sea por ineptitud, por intransigencia o por mantener los principios establecidos, los ideales sociales se convierten en frustraciones que maduran en rebeldía, y sólo queda esperar la motivación súbita de cualquier incidente casual para sacudir la pasividad de las mayorías y encender la chispa de la revolución. En el choque de las aspiraciones sociales contra la intransigencia del poder, los pensamientos que han inspirado a las masas se desbordan en escritos y discursos que avivan la pasión y la violencia. Antes o después las instituciones han tenido que ceder, en un ambiente generalmente caótico donde los líderes se barajan según las ocasiones para dar paso al nuevo orden. Después de la catástrofe, las fuerzas desatadas vuelven a su cauce, pero a las sociedades no las mueven fuerzas naturales, sino líderes, seres humanos a quienes hay que investir de un poder que los seduce y quieren conservar. Así fácilmente una revolución conduce de frustración a frustración.

Reinaba en la Inglaterra feudal del siglo XIII, Juan Sin Tierra, cuyas desacertadas decisiones en materia bélica habían hecho que sus nobles se rebelaran contra él. Era la época de los gobiernos descentralizados de Europa, donde sólo en teoría los reyes o emperadores detentaban el poder, y los verdaderos amos eran los señores o nobles y el clero, porque eran ellos quienes brindaban seguridad a las clases bajas, resguardándolas contra las arremetidas de los bárbaros tras los muros de las fortalezas. Los nobles ingleses decidieron poner límites al poder del errático rey Juan Sin Tierra, sobre todo en materia de impuestos, que era lo que más les dolía. Se rebelaron, lucharon, lo vencieron y le impusieron un poderoso parlamento que fue decisivo como precedente para el futuro de Inglaterra. Dos siglos después, este parlamento fue convertido en dos cámaras, dando origen a la forma de participación pluralista del poder. Se originó así lo que con la perspectiva histórica podemos hoy considerar como una introducción a la revolución inglesa. Fue un avance político que dificultó aunque no disuadió totalmente a los sucesores soberanos ingleses para ejercer el  poder absoluto en nombre de Dios, una idea que se había impuesto en el resto de Europa y que auspiciaba la Iglesia.

La “Revolución de Inglaterra” se inicia en 1642, contra el poder absoluto del rey Carlos I, pero con los antecedentes descritos, parece más la continuidad de la lucha por el mismo ideal. Además de la tradicional limitación de soberanía, nuevos ideales empezaba a forjar la Ilustración, siendo precisamente uno de sus principales exponentes el filósofo inglés John Locke. Además halló un  liderazgo honesto y eficaz en Oliver Cromwell, extraordinario hombre práctico que a pesar de su puritanismo religioso no permitía que sus creencias se impusieran a sus ideales políticos. Cromwell venció a Carlos I y lo envió al patíbulo. Fue consecuente como enemigo del poder absoluto, lo rechazó cuando lo tuvo a su alcance, prefiriendo gobernar como Lord Protector en vez del reinado que se le ofrecía. Así concluyo esta etapa de la revolución.

El gobierno soberano del decapitado Carlos I fue sucedido por el gobierno republicano de Cromwell como Líder Protector, a su muerte lo sucedió su hijo, quien tuvo que renunciar por su ineptitud. Luego Inglaterra volvió a la soberanía monárquica, en la que se sucedieron tres reyes, para que surgiera nuevamente la revolución que concluyó en 1689, pero esta vez sin derramamiento de sangre, en lo que se llamó la Revolución Gloriosa.  Inglaterra nombró como soberano al parlamento en vez del rey, y así la monarquía perdió definitivamente su absolutismo para pasar a ser una monarquía constitucional. La revolución inglesa se adelantó a la francesa en la institución de sus proyectos libertarios, en un período de revueltas más prolongado pero menos violento. Pasaron cuatro siglos antes de que Inglaterra pudiera rechazar definitivamente al poder absoluto, pero tuvo el privilegio de crear una nueva forma de gobierno, modelo para muchas naciones del mundo; abrió un nuevo camino al progreso económico que, con sus doctrinas liberales, originó la revolución industrial, pero fue causa también de nuevas frustraciones para las clases empobrecidas que constituían la mayoría de la sociedad.

No siempre los filósofos tienen la palabra, hay revoluciones que surgen de la aplicación espontánea de ideas y conocimientos que caracterizan una época, e incluso van en contravía a los pensamientos en boga. Así la revolución industrial se impuso por la misma época en que muchos pensadores compartían las ideas del “buen salvaje” que exponía Rousseau, como estado ideal que el ser humano vivió en un principio y del cual nunca debía haber salido porque todo avance posterior lo había sido sólo en apariencia.

La revolución industrial fue la utilización de nuevos descubrimientos y maquinaria en la producción masiva; lo que aportó, además de abundancia de bienes de consumo, vías de trasporte, nuevas formas de comunicaciones, urbanizaciones, pero también la explotación y el malestar social de la mayoría trabajadora. La mayor producción de bienes benefició a los dueños del capital, no a quienes realizaban la producción, creando así la frustración de las mayorías sociales. El poder no controlaba los abusos del capital porque esperaban más de lo que podía esperarse de las nuevas doctrinas liberales, cuyos ideólogos de la época, los economistas Adam Smith y David Ricardo, consideraban que no se debía intervenir el sistema económico, convencidos de que la persecución del beneficio privado repercutía de por sí, produciendo el bien común; error, que a pesar de haber sido comprobado históricamente, sigue siendo sostenido por algunas políticas neoliberales de nuestra época.

Pasando a la revolución por la independencia de los Estados Unidos, el 4 de julio de 1776,  encontramos que su declaración explica que todos los hombres nacen iguales y con derechos inalienables como la libertad y la búsqueda de la felicidad. Hermoso sentido de humanismo que se olvidó aplicar al tolerar la esclavitud. Dejando de lado los esclavos, como se han dejado en la Atenas de la antigua Grecia para calificarla como cuna de la democracia, en los Estados Unidos de América se estableció una política respetuosa de otras libertades e inspirada en la tradición inglesa y el pensamiento político de John Locke. Dos años después se redactó la constitución y las 10 enmiendas con la Declaración de los Derechos. Estados Unidos se adelantó a Francia para aplicar los ideales liberales de la Ilustración, sin mucha originalidad pero con el pragmatismo característico de los anglosajones; aunque la aceptación de la esclavitud y la discriminación que la sucedió por mucho tiempo, es una contradicción y causa de la frustración residual de esta revolución.

Considerando ya la revolución francesa, podemos decir que fue la culminación de las ideas libertarias de la Ilustración, las cuales eran ya bien conocidas en todo el continente europeo, pero hacían insoportable en Francia la tiranía del poder absoluto y la supremacía de la nobleza y del clero sobre la clase media y las mayorías de las clases bajas. Además de la influencia de la política inglesa y sus filósofos empiristas, Francia tuvo su propio pensamiento recopilado en la Enciclopedia, con los conocimientos de la época aportados por varios escritores y científicos, dentro de los que se destacaron Diderot, Voltaire, d´Alembert, Montesquieu, Leclerc y Rousseau. En ella no se dio cabida a los conceptos tradicionales de la religión y la metafísica, lo que la convirtió en instrumento de lucha intelectual. Las aspiraciones de la revolución francesa están consignadas en su lema: “Libertad, igualdad y fraternidad”. Se inició el 14 de julio de 1789, cuando la gente de París se tomó  la prisión de la Bastilla con su depósito de armas. Un comité de “ciudadanos” de la clase media se tomó el poder. Los gritos de las multitudes y las palabras de los tribunos que hablaban de sangre llevaron a hechos más sangrientos de los que tal vez hubieran sido necesarios. El caos y el terror que introdujo el nuevo orden merecieron la reacción de toda Europa y su voluntad de intervención. Francia peligró, pero gracias a la pericia de un general surgido de la revolución, Napoleón Bonaparte, pudo salir avante, al menos parcialmente, porque este general después se tomó el poder y se declaró emperador. Fue salvador de Francia y gran conductor en una oportunidad, pero también fue la frustración de la revolución francesa. De todas maneras, la libertad que se impuso con tantos sacrificios, arraigó demasiado en el pueblo como para que un tirano la pudiera desechar totalmente.

En Hispanoamérica, las revoluciones por la independencia fueron también resultado de las ideas de la Ilustración, traídas a nuestro continente por los descendientes ricos de nuestros colonizadores españoles que podían costearse constantes viajes a Europa en barco. La corona española los mantenía resentidos porque no les permitía su intervención directa en los gobiernos de las colonias. Estos criollos conspiraban en secreto y vieron la oportunidad para independizarse y tomar el poder con la situación convulsiva creada en España con las “Abdicaciones de Bayona” de Carlos IV y Fernando VII, a favor del emperador Napoleón, quien cedió el reinado de España a su hermano José. El oportunismo de los criollos se vio coronado por el éxito, pero la independencia de Hispanoamérica fue una frustración al cambiar sólo el poder colonial de España por los ineptos poderes de las oligarquías criollas, que condujeron a guerras civiles por el poder.

La revolución rusa de 1917 es la corona de las frustraciones. Una esperanza de humanismo inspirado en las doctrinas socialistas de Karl Marx y aplicadas con la acción revolucionaria de Lenin, en pocos años condujo a la gran frustración del poder dictatorial y sanguinario de Stalin. En cambio de la sociedad sin clases, se produjo el surgimiento de una nueva clase burocrática acaparadora de todas las ventajas del poder.

El mundo no para, las revoluciones siguen sucediéndose. El avance de nuestra civilización todavía requiere muchos cambios. John F. Kennedy decía que quienes hacen imposible una revolución pacífica, harán inevitable una revolución violenta. Debemos atender las lecciones de la historia, saber que las revoluciones son cambios más lentos que la violenta efervescencia de los hechos y que siempre habrá una frustración social que no se colma.

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