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Cuando era pequeño mis padres me insistían en que la mentira era la peor de las faltas. Ni mentiras ni mentirijillas, porque la reiteración de las segundas relaja la disciplina en cuanto a la total ausencia de las primeras.

Es verdad que la moral católica contribuía al exilio del embuste mediante el miedo al pecado. Esta ética de inspiración religiosa no ha sido sustituida por una moral laica. A juicio de Gonzalo Anes, director de la Real Academia de la Historia, la transición desde un régimen confusamente confesional a una sociedad dominada por el laicismo ha sido demasiado acelerada, tanto que no ha dado tiempo a edificar una moral cuyos pilares sean los valores cívicos de la democracia, la libertad y la justicia.

Ya sea por el déficit de referencias o por el retroceso de las convicciones religiosas, lo cierto es que la mentira se ha instalado en nuestro entorno, tal vez porque quienes la practican han perdido el miedo al desprestigio.

La falsedad no siempre se manifiesta en su expresión genuina, sino que a menudo aparece disfrazada. Ausencia de verdad, hechos distorsionados y versiones interesadas son manifestaciones de la mentira que han logrado convertir a la verdad en un bien escaso. En ocasiones basta con cerrar los ojos para dejar que la falacia alcance su destino.

La desconfianza es la consecuencia de tantos y tan continuados embustes. Todas las instituciones están desgastadas por la baja credibilidad de quienes las encarnan o gobiernan. Según los datos de una encuesta realizada por Metroscopia para El País, el 97% de los ciudadanos están de acuerdo con la afirmación de que “la actual crisis está haciendo que muchas personas desconfíen cada vez más de nuestras instituciones“. El último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) señala que las principales preocupaciones de los españoles son el paro, los problemas de índole económica, la clase política y la corrupción.

La consecuencia de los dos anteriores análisis sociológicos es que un 73% de la población cree que estamos al borde de un estallido social, frenado o solo retrasado por la calidad de las redes de protección social, entre las que sobresale la familia.

La salida de la crisis solo será posible con una nueva entrada masiva de la verdad. Las certezas se construyen con respeto reiterado a los hechos y ecuanimidad en la integración de las interpretaciones que suscitan. Una nueva cultura social que tiene su primer y más importante difusor en la educación que los padres proporcionan a sus hijos desde la más tierna infancia. Y continúa en una escuela que no puede permanecer ajena en su dinámica docente a las necesidades de la sociedad de la que forma parte. Educación y formación tienen que devolver el valor a la palabra dada cual contrato social.

En el largo plazo, la educación en valores es la única herramienta posible para erradicar la mentira. En el corto solo cabe el castigo y el descrédito. Los jueces administran el primero; los periodistas tienen mucho que decir en cuanto al segundo. Y los comunicadores no podemos ser meros espectadores, sino activistas de la transparencia y la veracidad.

Al igual que en el cuento, los dircom deberíamos actuar como los Pepito Grillo de nuestras organizaciones, convenciendo a todos los gestores de que la verdad no es una opción, ni una estrategia, alejando de ellos la tentación a la versión que conviene y dejando que los hechos se manifiesten como son.

La peor verdad solo cuesta un gran disgusto. La mejor mentira cuesta muchos disgustos pequeños y al final, un disgusto grande“. (Jacinto Benavente)

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