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Leo en menoresenred.com que “existe una aplicación para smartphones, Gossip (cotilleo en inglés), formada por salas donde los usuarios, mayoritariamente adolescentes, pueden dejar rumores de todo tipo. Estos son votados por los usuarios según crean que son verdaderos o falsos y de estas votaciones sale un porcentaje que determina su veracidad”.

Cuando los miembros de muchos órganos colegiados aprueban las actas de las sesiones anteriores, en las que el secretario ha expresado sucintamente lo que se debatió y aprobó, no es infrecuente que propongan modificaciones a fin de reflejar más lo que dirían ahora que lo que realmente dijeron, con lo que en los anales de la institución quedarán recogidos los hechos de forma distinta a como realmente ocurrieron.

Los componentes de un jurado popular determinan la culpabilidad o la inocencia de un procesado por el acuerdo entre ellos, lo que traerá tanto una consecuencia para el imputado y su entorno social como la fijación de los hechos en la Historia con una determinada calificación.

Los tres casos son muy distintos entre sí y se han traído a colación aquí para ilustrar cuán brumosa es la realidad social, que está formada por verdades a las que difícilmente tienen acceso los ciudadanos. Hasta el punto de que para fijar algunas de ellas se necesita el convenio o el acuerdo  que les otorgue a unos hechos concretos el beneficio de la veracidad.

Un mundo de ficciones

No en vano, detrás de cada individuo que anda por la calle puede haber un estafador, o un violador, o un asesino. El que pasa por ser un honrado padre de familia puede estar maltratando a su mujer. El que presume de coche nuevo puede estar arruinado. El que ha sido declarado mejor empresario del año puede ser un explotador y el empleado supuestamente ejemplar puede estar pasando información confidencial a las empresas de la competencia.

Detrás de una buena nota puede haber un examen copiado. Detrás de una tesis doctoral, un plagio. Detrás de un escritor de fama, un negro. Detrás de una victoria deportiva, un caso de dopaje o un tongo.

Una factura puede venir sin los impuestos obligatorios. Una declaración de la renta puede no declarar todas las rentas obtenidas. Un currículo puede estar inflado. Un concurso de méritos puede no haber premiado al mejor. Un pintor puede haber firmado un cuadro con el nombre de otro. Una noticia de prensa puede haber sido inventada o expresar como probado lo que sólo es un bulo. Un programa electoral puede contener propuestas de imposible cumplimiento.

Un trabajador puede no estar dado de alta oficialmente. Una persona puede vivir en un lugar distinto del que aparece en el censo. Un ingeniero puede certificar la utilización de materiales que no se han utilizado. El envase de un producto puede contener información fraudulenta. El Gobierno puede estar manipulando las estadísticas oficiales. La letra pequeña de un contrato puede desvirtuar la información que nos dio el comercial de la empresa. Un partido político puede declarar que persigue el interés público cuando sólo pretende conseguir el poder.

El que dice que nos ama tal vez sólo quiera nuestro dinero. El que nos abraza tal vez desee nuestra muerte. El dinero que un padre manda para los estudios de su hijo tal vez acabe consumido en parrandas sin que él lo sepa.

De entre todas las religiones, sólo una, como mucho, es la verdadera. Todas las demás, no lo son. Y hay quien predica la falsedad a sabiendas de que lo es.

Y así podríamos seguir, con falsedades como las anteriores, grandes e inteligibles fácilmente, o con falsedades pequeñas, que parecen intrascendentes y no se notan, o que forman parte de la educación, o que se formulan por piedad, o que son simples exageraciones. Así podríamos seguir hasta definir una realidad virtual, que es aquella en la que vivimos, totalmente distinta de la que subyace debajo, a la que no me atrevo a definir como la verdadera.

Porque la verdadera es la que sentimos y comprendemos, en la que hay un equilibrio inestable de verdades y mentiras. Ese es nuestro medio ambiente. En él respiramos y vivimos. Y para el ejercicio de respirar y para el oficio de vivir tan perjudiciales son la mayoría de las mentiras como algunas verdades, y tan necesario ese ámbito entre unas y otras que supone la duda.

¿Qué sería de la humanidad, por ejemplo, si se descubriera sin paliativos que no hay vida después de la muerte? O en sentido contrario: ¿Qué sería de ella si se descubriera que sí la hay? ¿Podríamos vivir, en fin, en un régimen de absoluta verdad, bajo el permanente ojo escrutador de una mirada divina? Para el ser humano, al parecer, lo mejor no es siempre la verdad, sino una mezcla adecuada de verdad y de mentira.

De otro modo, ¿qué sería de quienes se dedican a crear ficciones artísticas si en ellas sólo pudiera representase la verdad? ¿Sería posible una novela o una película en la que todo el mundo se muestra correctamente y cómo es? Si las novelas y las películas se demandan y se disfrutan es porque hay en ellas un paralelismo con la realidad, una realidad en la que existe el amor callado y el adulterio, el sufrimiento escondido y el crimen de Estado.

La gestión de la verdad y la mentira

En ese medio natural, nunca progresan los que siempre van con la verdad por delante. Unas veces porque se les teme (porque son de temer, en realidad) y otras porque con la verdad descubren unas carencias que les son necesarias o unas dotes que, a los ojos de los demás, les sobran. Los que triunfan son los que mejor saben gestionar la verdad y la mentira, esto es, los que, sin romper el equilibrio social en el que se integran, actúan de acuerdo con la verdad cuando les interesa y cuando les interesa actúan de acuerdo con la mentira.

Cuando los miembros incumplidores de un órgano colegiado, por ejemplo, deben elegir de entre ellos a un director, raramente optan por el más recto. En una sociedad en la que abunda la economía sumergida, es muy difícil el éxito de una empresa totalmente legal. Si la hacienda pública no persigue el fraude con ahínco, los que más pagan no son los que más ganan, sino los que más declaran. Si la función pública admite sobornos, las resoluciones las conseguirán antes los más adinerados y los menos virtuosos.

Como de deduce de los ejemplos anteriores, la distribución de la verdad y la mentira en ese equilibrio sistémico tiene sus consecuencias: a más participación de la mentira, más deterioro ético,  más ruina social y más empobrecimiento económico. Las sociedades enfermas son aquellas en las que la distribución de la verdad y la mentira configura un equilibrio insano en favor  de la última. Con el agravante de que el peso se desliza por inercia hacia una mayor proporción de esta, dado que, como hemos visto, son los mentirosos (los que cometen fraude, los que engañan, los insolidarios) los que triunfan, esto es, existe una pedagogía del éxito que tiende a fomentar el engaño.

Cuando la mentira no está castigada ni cuando se descubre, surge la figura de los cínicos, aquellos farsantes para quienes ya no es necesario el disimulo. La enfermedad de la sociedad, entonces, adquiere tintes dramáticos, pues son los cumplidores los que acaban siendo sometidos al escarnio público.

 

La defensa del individuo corriente: el autoengaño y las ideas previas

En ese medio ambiente social, el individuo corriente cuenta con dos artificios aparentemente inocuos para sobrevivir, prosperar y defenderse de los más osados (de los más mentirosos): el autoengaño y las ideas previas.

El autoengaño

La mentira más extendida es la que el sujeto se hace a sí mismo, en función de la cual disculpa sus comportamientos contrarios a lo que un día le dictó su conciencia o a lo que en circunstancias similares le exige a los demás. Esa disculpa tiene formas diversas, aunque la más extendida suele ser buscarse el amparo de los incumplimientos ajenos. “No voy a ser yo más tonto que nadie”, por ejemplo. O: “Todo el mundo lo hace”. O: “Si no lo hago yo, lo hará otro con menos legitimación que yo”.

Así, el que critica el fraude fiscal de un dirigente público al mismo tiempo que no incluye todos sus ingresos en la declaración de la renta o exige que las facturas le lleguen sin el impuesto correspondiente, el que censura al empresario explotador pero no cumple sus obligaciones laborales con su empleada de hogar y el que reprocha los ardides de quien pretende colocar a sus hijos en la Administración después de haber fracasado él en el mismo intento.

El autoengaño, en fin, facilita que los individuos sigan exigiendo a otros (particularmente a sus dirigentes) el comportamiento que eluden para sí mismos.

Las ideas previas (pre-juicios)

Cuando el ser humano toma una decisión como miembro de la sociedad, no lo hace gestionando variables ciertas, sino ideas que como mucho son aproximaciones de la verdad. Por eso  la intuición, que prescinde del razonamiento pero echa mano de conocimientos residuales y ocultos, es tan importante a la hora de tomar decisiones, y por eso en el universo social es mejor utilizar unas cuantas ideas claras que un montón de datos, a diferencia de lo que sucede en el universo físico, donde los datos son imprescindibles.

Los seres humanos conjeturan la naturaleza ininteligible de ese universo social y se sienten perdidos si no cuentan con referencias ciertas que les sirvan para guiarse por él, referencias, no obstante, que no pueden ser sino subjetivas por naturaleza, anteriores al conocimiento, obtenidas más por la educación que por la experiencia y que sirven para proporcionales seguridad.

Por ello, cuanto más insegura se siente una persona, más ideas previas necesita y de más rigidez. Por el contrario, cuanto más libre es y cuanto más dispuesta está a aceptar lo contingente de su destino (desde todos los puntos de vista), menos ideas previas necesita y más flexibles son estas.

Las ideas previas se refuerzan en el grupo de afines y, reforzadas, proporcionan más seguridad en la respuesta a los problemas personales o las situaciones donde la razón entra en conflicto. Los líderes de los grupos lo saben y procuran la cohesión de los mismos con mensajes que tienden a alimentar la unidad y, cuando el grupo está a la defensiva, a fijar abismos en las fronteras intelectuales del conjunto. Cuando el grupo se siente fuerte y está en expansión, en cambio, se sabe con capacidad para digerir y asimilar las ideas extrañas y los líderes tienden puentes hacia el exterior a fin de incrementar el número de adeptos.

 

 

Las sociedades se merecen siempre lo mejor

Dado que los líderes sociales son unos ciudadanos más, podría pensarse que administran la verdad y la mentira en sus actuaciones con una proporción similar a la existente en la sociedad, o dicho sea de otra forma, que cuando se expresa que cada sociedad tiene los líderes que se merece se está haciendo referencia a que las sociedades sanas tendrán buenos líderes en tanto que las sociedades enfermas los tendrán nefastos, lo cual sería especialmente acertado cuando se habla de los dirigentes públicos en las sociedades democráticas, ya que surgen de un proceso electoral en el que el participa el pueblo, esto es, podría suponerse que el virus que afecta a una sociedad democrática debe viciar inevitablemente a esa parte de ella misma que son sus dirigentes políticos.

Si los electores, en efecto, se equivocan a veces en las sociedades sanas eligiendo a quien no les conviene, más lo harán en las enfermas, en las que los criterios que mueven a los electores están viciados de raíz. Pero es en la elección, también, donde está la procedimiento para la superación de la enfermedad. No en vano, el proceso electoral no pretende escoger a una muestra de los ciudadanos, como sucedería si el nombramiento de los líderes se hiciera por sorteo, sino a los mejores de ellos.

Para que eso ocurra, los ciudadanos deben ser conscientes siempre de que se merecen más como sociedad de lo que se merecen como individuos. En la sociedad, están ellos, que incumplen las normas y mienten, pero también están los ciudadanos que cumplen las normas, y está, sobre todo, el proyecto que desean para sus hijos, que ha de ser de una sociedad más justa y más próspera, es decir, con un peso menor de la mentira. Los individuos, pues, pueden tener los gobernantes que se merecen, pero no los tienen las sociedades, que se merecen siempre los mejores gobernantes, lo que supone que siempre tienen derecho a exigirlos, por muy enfermas que estén.

La ejemplaridad

Los políticos deberían ser conscientes de que sus actuaciones generan felicidad o sufrimiento y de que el sufrimiento que provocan en el cuerpo social se somatiza y produce enfermedades sociales o incrementa las existentes. (Deberían ser conscientes, por ejemplo, de que su corrupción como clase facilita la coartada de los ciudadanos corruptos y el abatimiento de los  cumplidores y de que sus rencillas generan fracturas sociales). Y los políticos deberían ser conscientes de que su misión última es liderar un proyecto en el que la verdad final sea mayor que la verdad al inicio de su mandato. Y liderar supone ponerse al frente del grupo y asumir los riesgos que conlleva la verdad, exigiéndose a sí mismo más de lo que les exigirían a sus seguidores y más de lo que les exigirían a sus enemigos.

Los políticos, sin embargo, no suelen tener a la verdad en el horizonte, sino al poder, por más que enmascaren ese fin presentando como interés público desde el principio hasta el final lo que sólo es interés público en algún tramo del camino, y para conseguirlo utilizan sistemáticamente la parte de la verdad que les interesa o, directamente, la mentira.

Y los políticos fomentan los juicios previos y el autoengaño para convertir a los ciudadanos en seguidores fieles, a fin de que los voten por sistema y de que los disculpen siempre. A los juicios previos los disfrazan de ideología. Para el autoengaño, cuentan con fórmulas similares a las que los individuos emplean en su vida privada, como si no lo hacen los nuestros, lo harán los otros con menos razón y peores formas; o como no me persiguen a mí, sino a todos nosotros; o como si nosotros somos corruptos, imaginaos cómo serán nuestros adversarios.

La credibilidad

Aunque el diccionario de la Real Academia Española se refiere a lo “creíble” como aquello “que puede o merece ser creído”, en política la credibilidad no es una cualidad adscrita a una persona por la cual sus mensajes tienden a ser entendidos como veraces por otras, sino una relación entre una persona y un conjunto de personas, en la que tan importante es la cualidad de la que emite el mensaje como la disposición a aceptarlo de las personas que lo reciben, que pueden actuar  movidas por los juicios previos y el autoengaño, sobre los que influye continuamente toda suerte de propaganda.

Un líder puede haber perdido toda su credibilidad “objetiva” y seguir siendo creído por una masa ingente de seguidores (que suelen ser los simpatizantes ancestrales del partido), como puede negar la evidencia impunemente o puede impunemente manipular lo obvio, porque para los seguidores la credibilidad no deriva de las cualidades de su líder, sino de su afán de creerlo, esto es, depende únicamente de ellos, como la fe en un ser superior depende de la actitud del creyente.

Los líderes políticos, pues, pierden la credibilidad para quienes no son sus seguidores. Para sus seguidores no pierden la credibilidad, sino que sus seguidores pierden la fe en él. Hasta que eso ocurra (y puede ocurrir, pues todas las fes pueden perderse), la mentira del líder será absolutamente creíble.

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