Compartir

La utopía, ese lugar que no existe, que corresponde a la descripción de un mundo ideal, donde el hombre es plenamente feliz, pero en una dimensión absolutamente concreta, sin esperar el advenimiento de una  eternidad como plantea el cristianismo ni los grandes mitos trascendentales de las religiones, es la creación de la modernidad, en oposición a la trascendencia propia del Medioevo.

La Utopía por excelencia es la que escribió Tomás Moro, a pesar que hubo otros autores que también hicieron aportes como Tommaso de Campanella (La ciudad del sol) y Francis Bacon (La nueva atlántida).

El político inglés describió una especie de  tierra donde la felicidad era posible, basado en un comunismo cristiano sui géneris. El escrito es una denuncia a las injusticias de la Inglaterra de su tiempo y una llamada a una mejor distribución de los bienes y a una vida más austera, centrada  más en el ser que en el poseer.

Por derivada, con el desarrollo de los paradigmas de la modernidad y la pérdida de la hegemonía cultural del cristianismo, las nuevas ideologías llevaban implícita y explícitamente sus propias utopías. En su época, lo fueron el estado de naturaleza pura (el buen salvaje de Rousseau), o el comunismo, como finalización de la humanidad que describió Marx y Engels. El último esfuerzo por describir una utopía fue el neoliberalismo y  el fin de la historia, que pretendía establecer que sería una sociedad libre y de mercado el estado supremo de la condición humana, que ha entrado en descomposición en los años recientes, por su incapacidad de dar respuestas a los desafíos de crecimiento y desarrollo económico que prometía.

Lo que se ha desarrollado con mayor fuerza, ante el fracaso de las utopías y de las ideologías de la modernidad, son las distopías.

Las distopías son anti utopías, porque son proyecciones de los males presentes hacia un futuro, próximo o lejano, acrecentados y perfeccionados en sus aspectos negativos. La distopía es antitética en relación a la utopía.

Quien mejor ha reflejado las diversas distopías es el cine futurista.

No hay película sobre el futuro que no contenga una dosis suficiente de una visión decadente y terrible sobre el futuro de la humanidad.

El cine, como el gran arte del siglo XX, supo sintetizar los grandes temores y la visión pesimista sobre el derrotero de la humanidad y ha logrado crear unas visiones dramáticas sobre el posible destino de la civilización.

La primera obra maestra del cine futurista es Metrópolis (Fritz Lang, 1927, Alemania), que denuncia el futuro de la explotación de los obreros y la creciente diferencia entre los pocos que poseen todo y los muchos que nada tienen y son esclavos de un mecanicismo deshumanizador. Aquí aparece, por primera vez, la idea del robot como modelo de futuro, que amenaza  el destino del hombre. La robot María es utilizada para sublevar a los obreros y así aplicar contra ellos la represión.

La idea del robot, ese casi humano sin alma, pero con las capacidades de trabajar y producir, es una idea que ha rondado en muchos pensadores, como herramienta de ayuda al humano para liberarlo del trabajo físico, pero también como una amenaza para su propio destino. Fue Isaac Asimov en 1942 quien logró incluso establecer  tres leyes principales de la robótica, necesarias en un mundo futuro donde se han convertido en una realidad absoluta y fundamental.

Asimov en tres sentencias, establece cuales son los principios que rigen la existencia de los robots:

1. Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por inacción, permitir que un ser humano sufra daño.

2.Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entrasen en conflicto con la Primera Ley.

3. Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

En varias películas futuristas, el conflicto se plantea  por la violación de alguna de estas leyes. Así en  I Robot (Alex Proyas, 2004, Estados Unidos), un súper cerebro, avanza hacia la determinación que los hombres no son capaces de decidir que es bueno para ellos y viola las leyes 1 y 2 para garantizar el futuro de la humanidad, lo que implica quitarle sus derechos. En Inteligencia artificial (Steven Spielberg, 2001, Estados Unidos), un robot niño en un mundo decadente, con una Nueva York cubierta por las aguas por el deshielo de los polos, quiere ser una persona  de verdad, enfrascado en una lucha contra los hombres que lo quieren destruir. Aquí el niño robot viola la tercera ley, pero lo paradójico es que esa violación lo convierte en el único vestigio de una humanidad que finalmente se destruye a sí misma.

No  en el ámbito de las leyes de la robótica, pero si en la perspectiva de la lucha contra las máquinas como  opresores y destructores del hombre, tenemos la trilogía Matrix (Andrew y Paul Wachowski, 1999, 2003, Estados Unidos), que es una compleja y a veces no bien resuelta propuesta sobre un mundo dominado por las máquinas que han reducido a  los hombres a simples generadores de energía, mantenidos en estado de sueño perpetuo bajo el control de una red infinita de enlaces virtuales llamado Matrix, que no es sino un programa  que hace creer que se tiene una vida, pero en realidad es sólo un artificio. Solo unos pocos logran rebelarse y despertar, viviendo en un mundo miserable, en permanente fuga, luchando contra un enemigo implacable que desprecia radicalmente la condición humana.

En la misma lógica, la serie Terminator (James Cameron, 1984 y 1991; Jonathan Mostow, 2003; Estados Unidos) nos presenta un mundo destruido y bajo control de las máquinas, creadas por el mismo hombre, pero que se han autonomizado, y que  vienen al presente a tratar de aniquilar a quienes en su tiempo dirigirán la lucha contra ellas. Lo más paradójico es que cada actuación de los hombres para evitar el desastre que se avecina, no hace sino que  fortalecerlo. Aunque busca entregar una noción de esperanza,  la misma se diluye ante la evidencia de lo ineluctable del destino que se aproxima.

El destino del hombre y su condición de especie superior también se ve cuestionada por  El Planeta de los Simios (Pierre Broulle, 1963; 1968, Franklin Schaffner; 2011; Tim Burton; Ruppert Wyat; 2011, Estados Unidos), que con sus sucesivos remakes, no ha hecho  más que reforzar  el cuestionamiento de la superioridad del hombre como especie evolucionada. Tanto en la obra original, como  en la realizada en el año 2011 se avanza con la tesis que es el propio hombre quien prepara las condiciones para su destrucción. La escena final de la película de 1968 donde el último hombre que habla debajo de la destruida Estatua de la Libertad dice “lo hicieron” se complementa con el mono César en la versión del 2011 viendo desde un alerce a San Francisco, esperando su futuro dominio.

Situadas en Australia, las tres películas de Mad max (George Miller; 1979, 1981, 1985; Australia) discurren sobre un personaje (Max) que pasa de policía a vengador en una sociedad decadente, que se desmorona, que ha sufrido una hecatombe nuclear, donde predomina crecientemente el abuso, la esclavitud, la explotación más abyecta y donde la vida humana se ha depreciado completamente. La singularidad es que  la película  va planteando en cada una de sus tres entregas, como se van agudizando los fenómenos regresivos de la calidad de vida: si en la primera película, son bandas de motociclistas que asolan las carreteras, en la segunda son tribus motorizadas  que aniquilan los restos de civilización y en la tercera, el desarrollo de  poblados en base a la explotación y el abuso.

La gran saga del cine futurista es la Guerra de las galaxias (George Lucas; 1977, 1980, 1983, 1999, 2002, 2005; Estados Unidos), que ya tiene seis partes. Basada remotamente en la serie Fundación de Asimov, George Lucas construye un escenario galáctico, donde la humanidad ya no solo reside en la tierra, sino que ha superado los límites de la Vía Láctea y alcance los límites del universo conocido, compartiendo tiempo y espacio con otras especies. La historia es simple: el universo busca un equilibrio que no logra alcanzar, La Fuerza es la que guía el destino, pero como tal es una realidad dual, que contiene el bien y el mal en su propio seno. Son sendas órdenes de personas especialmente dotadas quienes deben resguardarlo: los Jedi y los Sith; los primeros buscan alcanzar el equilibrio y son la encarnación del bien, mientras que los segundos quieren alterar ese equilibrio y encarnan el mal. El universo vive un estado de decadencia, con un sistema político anquilosado, donde gobernar es imposible y la autoridad termina derivando en una dictadura (el Imperio), sin que los Jedis lo puedan evitar. Los grandes gremios controlan el comercio, abusan de su poder, los androides son más inteligentes y a veces más racionales y morales que los propios hombres y la misma República  se vale de seres humanos clonados para defenderse, hay esclavitud, etc., es decir una verdadera podredumbre.

La más enigmática de las obras cinematográficas futuristas que discurren sobre el conflicto hombre máquina y plantean una visión distópica sobre el futuro de la humanidad es 2001, Odisea en el espacio (Stanley Kubrick, 1968, Estados Unidos). Basada en una novela de Arthur C. Clarck, transcurre, supuestamente, en el año 2001 cuando se descubre una extraña formación en Júpiter que emite sonidos que deben ser investigados por una misión de astronautas rusos y americanos. La película posee varios textos, que se van sobreponiendo uno sobre otro. El primero, es un relato bastante pesimista sobre el destino de la humanidad, que  surge de la violencia (el homínido que mata a otro) e inexorablemente, va hacia ella. La escena final, del nuevo hombre de la luz, en la novela original surge luego que la tierra es despedazada por explosiones nucleares que en la película no se expresan, pero si se dejan entrever. Un segundo plano es la confrontación entre hombre banal y las personas cuya búsqueda es ascender; el personaje central (Dave) es un ser humano que busca trascender y lo logra, para luego caer en la mediocridad burguesa. El tercer texto, es la confrontación del hombre y la máquina, nuevamente. La nave estelar que lleva a los hombres a Júpiter es el Leviatán bíblico, que es controlada por una computadora (HAL), que se rebela contra  el hombre y pretende aniquilarlo. HAL es una computadora que va adquiriendo personalidad humana y que, con su ojo que todo lo ve, es un verdadero Dios caprichoso. Las imágenes, de una belleza excepcional,  producen una profunda sensación de tristeza y decepción, y están repletas de una simbología apocalíptica que anuncia el fin de la humanidad.

Pero quizás, la obra mayor en esta lógica futuro decadente, sea Blade Runner, (Ridley Scott, 1982, Estados Unidos), que se ambienta en Los Ángeles  en 1919, controlada por  trasnacionales, policías corruptos, violencia, devastación,  humedad y deshumanización. El peligro para la humanidad lo representan los replicantes, seres creados por  la ingeniería genética, superdotados físicamente pero inválidos emocionalmente. La tragedia es que son estos replicantes los que muestran más sentimientos y valores que los propios humanos genuinos. El planteamiento final es perturbador y lanza el cuestionamiento sobre los límites de la condición humana.

Pareciera que el cine, en su capacidad de transformar sueños en visiones que las masas pueden ver directamente, ha sido ampliamente eficiente en recoger el sentido de decepción con los avances de la técnica, quien no ha logrado cumplir los anhelos de contribuir a la liberación del hombre, que fue su principal oferta modernizadora.

El cine, como arte, refleja el estado de pesar y dolor que aflige nuestra sociedad.

 

 

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *