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España tuvo un presidente que dijo que España era “un concepto discutido y discutible”. Su afirmación merecería un juicio menos severo si hubiese sustituido “concepto” por “marca”. Efectivamente, España, como país, es una marca discutida, especialmente dentro de las fronteras de la geografía peninsular, y discutible, porque es imprescindible discutir para llegar a conclusiones operativas acerca de cómo gestionar proactivamente el patrimonio de sus intangibles.

La visión de España como una realidad nacional que no acaba de convencerse de lo que es, y aún más grave, que no sabe cuál es su destino “en lo universal” (si se entiende como globalización se anulan las reminiscencias franquistas) es la principal causa de la debilidad de nuestra marca-país. La segunda es que, en ausencia de convicción y mensaje unitario, las acciones que se realizan en el ámbito de la percepción de España son escasas, inconexas y carecen de planificación estratégica.

La marca país es un asunto que atañe a todos y cada uno de los españoles, desde el primero al último. Es decir, cada uno de nosotros tiene que preguntarse qué podemos hacer por la marca España desde nuestras responsabilidades. Hay que pensar, pero también hay que hacer. Ahora bien, ese “hay que hacer” demanda orden y concierto. Y como el interés nacional es difícil de identificar entre la maraña de intereses particulares, alguien ha de ejercer el liderazgo, que viene determinado por la naturaleza y el alcance de la materia.

Como marca, España es un asunto de Estado que requiere una decidida, planificada y tenaz acción ejecutiva. Funcionalmente la responsabilidad del liderazgo recae en la Presidencia del Gobierno, desde donde debe emanar el impulso político y económico para abordar la gestión de un intangible que se vuelve endemoniadamente tangible en la prima de riesgo, en las dificultades de financiación de las empresas, en la debilidad del consumo y, sobre todo, en el miedo a un futuro que se alimenta de las incertidumbres del presente.

Si asumimos que es un asunto de Estado y estratégico, la gestión de la marca debe ser abordada con el mayor consenso posible. Sin embargo, la inevitable ausencia de unanimidad no puede ser excusa para frenar o retrasar decisiones y acciones, y mucho menos para dejar que los complejos españolistas emerjan. En consecuencia, cualquier plan que se ponga sobre la mesa tiene que mirar primero hacia el interior, para enfrentar a los españoles al espejo de su realidad y, a partir del reconocimiento de cómo somos y qué queremos ser, concitar su movilización. Incluso bastaría que tal ejercicio desactivase los mensajes desmotivadores que recorren España de punta a punta cuál fantasma de un tiempo pasado y mejor. La nostalgia solo estimula a los poetas.

Hacia el interior, el liderazgo de la marca debe asemejarse a la tarea de un coach. Los españoles no podemos engañarnos con la idea y el deseo, propios de Perogrullo, de que la crisis pasará, incluso de que saldremos fortalecidos de ella. Necesitamos que alguien con criterio suficiente nos diga por qué hemos llegado hasta aquí, qué hemos hecho mal y en qué debemos cambiar para superar la dolorosa coyuntura actual, sin falsas esperanzas ni mentiras piadosas. Pero somos los españoles, una vez abiertos los ojos a todas las perspectivas de la realidad, quienes con nuestro esfuerzo en el ámbito que es inherente a nuestra actividad profesional, y un poco más allá si es posible, invirtamos una tendencia a la baja poco discutida y, desde luego, nada discutible.

España, como marca, necesita un coach, un plan de carrera (larga) y los recursos necesarios para que seamos capaces de pasar de las palabras a los hechos. La moral del país, golpeada no solo por la crisis, sino también por una sucesión de escándalos que socavan la credibilidad de las instituciones y de la propia democracia, no admite demora. Cada hora que pase es un tiempo más en horas bajas.

Artículo publicado en el número de marzo de la revista Capital.

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