Compartir

Dos personas comparten vagón del metro. Comparten un espacio. Aire, movimiento, estructura, techo. Incluso pueden compartir pensamientos y sensaciones: calor, incomodidad, anhelos de mayor velocidad, preocupación, ansias por llegar pronto al trabajo.

Ambos visten similar. Camisa, corbata. Uno escucha música con unos enormes audífonos verde limón. Al lado, un chico con jeans y una mujer de falda larga. Más allá, dos chicas con cuadernos, muchos pinches en el pelo y poleras ajustadas.

Es probable que entre ellos tengan poco en común. O quizá no. El chico de jeans alcanza a escuchar la música que sale de los audífonos del hombre de corbata. Sonríe. Quizá le gusta la misma música. Quizá no, y se ríe de manera burlesca. La mujer de falda larga usa el pelo de la misma forma que la chica de pinches, pero la niña usa colores fuertes y la mujer, tonos más sobrios.  Sin embargo, ambas parecen tener una edad similar. Quizá también estén pensando lo mismo: en sus novios, la programación del día, en lo que harán en la noche.

Puede que sean personas completamente distintas. Es probable que el chico de jeans no tenga el dinero del hombre de corbata que viste un terno impecable. El metro va en dirección al oriente. Más de alguno ha hecho combinación en Tobalaba. Puede que varios de los que están en el vagón vengan de Puente Alto. Puede que algunos hayan tomado el metro en Providencia y vayan rumbo a sus respectivos trabajos.

A veces se miran. Las chicas comentan y se ríen, revisan sus cuadernos, miran a la mujer de falda larga y vuelven a revisar sus apuntes. Es probable que en algún momento el chico de jeans haya cruzado la vista con el de audífonos, y simplemente haya bajado la vista. O con el hombre que va sentado, leyendo el diario. Es probable que también haya querido saber cómo le fue a su equipo favorito en el partido del fin de semana. Es probable que muchos sientan hambre. Puede que varios no hayan alcanzado a tomar desayuno. Todos deben haber sentido el olor que emanaba el pan recién horneado de la bolsa de la señora que recién se subía al vagón. A todos les debe haber causado cierto placer. Varios deben haber sentido algo en el estómago, o en las papilas gustativas. Es probable que el chico flaco que viste jeans desteñidos haya sentido hambre, al igual que la señora que ahora saca un trozo de pan para llevárselo a la boca.

Los mayas en su milenaria sabiduría se saludaban mencionando la palabra “IN LAK’ECH” que significaba “yo soy otro tú”. El que recibía el saludo, respondía “HALA-KEN” o “tú eres otro yo”. Este reconocimiento del otro como un ser igual era base del trato diario entre ellos. Hablaba de respeto, de integración e igualdad. No importaba nada más.

Reconocernos como iguales, piezas del puzle universal en donde todo es energía vital, nos hace mirar la vida desde otro ángulo. Intentar sobrepasar formas y colores, clases sociales, estatus, apellidos y diferencias nos hace encontrarnos con la esencia, con la igualdad de nuestras diferencias. Nos hace respetarnos, comprendernos, sentirnos parte del otro y de un todo. Tarea difícil en el mundo de la diferencia, pero un esfuerzo necesario y valioso, capaz de cambiar de manera simple nuestras conductas nocivas. Reconocer al otro en su espacio y validarlo como igual, es uno de los primeros pasos para cambiar las dinámicas egoístas de un mundo gobernado por las distancias, las incompatibilidades y las individualidades. El desafío es mirar y ver-nos.

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *