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La época de la “exuberancia irracional” que el propio Alan Greenspan no supo o no quiso frenar transportó en sus entrañas muchos pecados cuya penitencia es un monstruo que devora esperanzas. Los riesgos de la arcadia financiera feliz de los que el entonces presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos alertó en un discurso pronunciado en el  American Enterprise Institute for Public Policy Research en diciembre de 1996 se han transformado en recortes para el estado del bienestar, ese mundo sin dolor que la clase media de los países desarrollados creía haber alcanzado.

Durante los años en que los ciclos económicos mostraron un engañoso aspecto mortecino la acumulación de bienes se erigió como un síntoma de belleza social. Fue una errónea interpretación del síndrome de Sthendal, porque el mareo y el vértigo no se producían al contemplar en compañía de otros la belleza de las cosas, sino al mirarlas en solitario. El hedonismo cabalgó a lomos de la exclusividad, expuesta a la curiosidad pública solo en dosis suficientes para agrandar la fortuna intuida.

De la crisis que embarga a Europa y cuyo virus amenaza a los países emergentes la economía no saldrá fortalecida, sino desinflada. Tal vez la economía recupere sus principios y vuelva a ser la ciencia que facilite el soporte material a la vida espiritual. En cualquier caso, este tiempo de tribulaciones se presenta como una necesaria cura de humildad y una gran oportunidad para recuperar la prevalencia de las ideas sobre las cosas, del alma sobre la materia.

Recuperemos la belleza de las personas, que no brota de las cosas que poseen, sino de los sentimientos que comparten. José Ortega y Gasset decía que “la belleza que atrae rara vez coincide con la belleza que enamora“. Esa otra hermosura, que es la auténtica, es la que emociona a través de sentimientos como la generosidad, el esfuerzo y, sobre todo, el cariño.

Hemos de construir una nueva sociedad en la que las cosas vuelvan a ser meros objetos y la vida se edifique en torno a las personas. Una comunidad que no valore a los individuos por lo que poseen, sino por lo que dan, que piense más en el crecimiento interior que en la apariencia exterior, que se estremezca ante la belleza sublime del arte y los avances de la ciencia. Una humanidad de personas que se enamoren de los demás y encarcelen sus egoísmos.

La belleza no hace feliz al que la posee, sino a quien puede amarla y adorarla“. Hermann Hesse.

 

 

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