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La utopía fáustica asociada a la modernidad, que todo lo avasallaba,  que se imponía stricto sensu en un avance incuestionado y que denigraba la vida agraria al asociarla a un orden injusto, en donde no era posible el surgimiento del  ciudadano; esa utopía ya forma parte del pasado.

Al respecto escribe José Bengoa en la presentación del libro Territorios rurales: “Hay un renacer de la conciencia territorial, después, quizá, de décadas marcadas por la modernización, que nunca nadie supo muy bien definir. Los territorios rurales, en particular, tienen esa dimensión de pertenencia tal vez más fuerte que los otros. Allí las personas van y vienen y no son pocos los casos en que se observa un anhelo de regreso, cuando se ha cruzado por tierras y lugares que hasta el final de la vida siguen apareciendo como extraños”.

Una muestra de lo anterior es el libro Historias y cuentos de La Frontera, de Jorge Flores Clerfeuille, que recientemente tuve el gusto  de presentar. El autor se apea de una prosapia de la cual es un heredero, desde un ethos campesino, que en él no es una arcadia remota sino ricas vivencias propias y de Pedro, de Juan o de Diego. La habitualidad en el paisaje y la sabiduría de la naturaleza hablando desde sus propios designios son una lección para nosotros: los lectores cargados en demasía de la pesadez urbana, de esa agitación que no deja tiempo para la contemplación y que no nos da espacio para atisbar los sonidos y sensaciones de palparla tierra, de ser acariciados por las gotas de la lluvia. En el cuento “Mi tierra” el autor escribe: “hace rato que hay viento, unos pocos pestañeos de estrellas y una calma aparente. Por segunda vez, podía escuchar claramente el ruido de dos hojas chocando”.

Las páginas escritas por Jorge Flores nos hablan del terruño que siempre debiera estar entre nosotros como una modalidad de vida a ser incentivada, una invitación abierta a los que se atreven, a contrapelo de la promesa de bienestar que han incumplido las grandes urbes, promesa que se ha trastocado hacia la insatisfacción, cuando no hacia una ruta de deshumanización indeseada, pero de la cual no se puede prescindir.

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