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Al interior de las poblaciones o barrios, en sus bordes y comisuras,  día a día desaparecen espacios que hacemos propios y que luego ya no están o en el mejor de los casos se transforman en casas, edificios o supermercados. En un apunte mental necesario y emotivo voy  repasando  aquellas canchas de fútbol (o terrenos con vocación pelotera) que han desaparecido durante al menos las últimas  tres décadas en Temuco, Padre Las casas, Carahue o Puren.  Lugares que por más o menos tiempo he tenido la oportunidad de vivir.

Vivir en el borde de una población implicaba que en cualquier momento  ese campo de juego, esa pampa llana o con deslindes, pudiese convertirse en una promesa de casas que cada  propietario cuidaría como el lugar sagrado de sus esperanzas. Los cabros de entonces nos íbamos cada vez más lejos a jugar a la pelota, las esquinas se llenaban de letreros de obras, y el supermercado nuevo significaba quizás más posibilidades de trabajo para los grandes, pero de manera proporcional nos dejaba prácticamente en la sucia calle  a los más chicos.

Hace unos años atrás, durante el desarrollo de un curso en la universidad, el profesor nos hizo trabajar un ejemplo de cómo una persona logra generar fuertes lazos con un lugar, con un espacio; para mí de manera automática el tema no fue otro que el de las  canchas de fútbol. En ellas pasábamos hasta siete horas  por día, algunas veces hasta las once de la noche, iluminados con un par de postes del alumbrado público, riéndonos de los flácidos movimientos producto del cansancio. Unos westerns peloteros donde casi no importaba quién ganaba, sino la forma o estilo de hacerlo. La cancha era una pampa llana, rodeada de pica- picas y eucaliptus gigantes, más abajo un chorrillo pantanoso donde convivían  arrayanes, enredaderas y otras especies que no recuerdo del todo, pero sí los insectos mutantes  y frutos venenosos.  Nosotros y la pelota en nuestro propio hábitat bendito, sin padres, sin celulares, sin  televisión.

Describir todo ello me dio  varias páginas de material para el trabajo del curso, sin embargo y de manera irrisoria días después de entregar el mismo, recibía la llamada del profesor que me solicitaba fuera a leerle el trabajo, porque no entendía nada de mi letra encriptada. Y ahí estaba yo al día siguiente, leyéndole lo que había escrito, tratando de combinar mi memoria emotiva con los fríos conceptos  de sicología anglosajona. A medida que leía, haciéndolo como si recitara algún versículo sagrado o un poema de  Raúl Zurita, aparecían decenas de pequeños fragmentos de imágenes donde casi siempre reíamos con mis amigos, con un cielo parcial a despejado, con voces agudas y chillonas que siempre aludían a la pelota, para pedirla o para mandarla de un zambombazo al otro lado, al arco de coligues donde la  esperaba yo tumbándome con ella en la tierra, respirando ese pasto seco pero  lleno de vida y de olor.

Estoy consciente de haber perdido al menos  seis canchitas de fútbol y una grande con todas sus letras. Las nuevas poblaciones trajeron cabros que no compartían del todo nuestro fanatismo, nuestra insistencia nos obligaba a desplazarnos  a veces hasta doce  cuadras para jugar en canchas de algún colegio conocido, obligándonos a saltar los cercos o simplemente derribarlos en algún extremo, con horarios fijados y un entusiasmo que decrecía a medida de que extrañamente todos nos volvíamos  más violentos e indiferentes mientras crecíamos.

Se me califico con buena nota en aquella oportunidad, y estoy seguro que más que por lo correcto de mi comprensión de la materia, fue por esa dosis emotiva que le di a mis recuerdos y sobre todo por la entonación, y que hacía que los conceptos malamente aprendidos aparecieran y se diluyeran rápidamente  entre  fragmentitos de memoria viva: poleras manchadas con pasto y gritos irracionales que se escuchan hasta hoy desde uno a otro lado de una cancha inexistente.

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