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En 1962, la filósofa Hanna Arendt escribió un controvertido libro acerca de la banalidad del mal, a partir de sus observaciones respecto al juicio contra el teniente de la SS Adolf Eichmann celebrado en Jerusalén. La autoría del concepto es compartida con Karl Jaspers, su mentor en la Universidad de Heidelberg, donde se doctoró en filosofía. Antes había estudiado en la Universidad de Marburgo, donde conoció a Martin Heidegger, con quien mantuvo una larga amistad amorosa.

La conceptualización del mal como efecto del acto banal de obedecer órdenes sin medir su alcance ha perdurado hasta nuestros días ; en parte la argumentación de Arendt  sirvió de base para la descripción de la figura de la “obediencia debida”, que se conoció en Argentina durante los juicios a los militares acusados de crímenes contra la humanidad.

Sin embargo, el razonamiento desplegado a lo largo de casi 200 páginas por la filósofa  judeo alemana no se circunscribe al ámbito militar, sino a una sociedad que por una parte se deja seducir por la orden sin cuestionar y, por otra, se hace cómplice. Al mismo tiempo, la pensadora  alerta respecto a estados que desde su orgánica alientan la irreflexión para llevar a las personas a cometer actos que por sentido común y humanidad  repudiarían..

Si la reflexión de Arendt sigue vigente es por la  recurrencia de los hechos. El retrato de un hombre de pasado oscuro  en “Carne de perro”, que  encuentra la redención en una secta religiosa rezando por el olvido, es otra cara que nos recuerda nuestra historia omnipresente y aquél período en el cual prácticas totalitarias fueron replicadas con entusiasmo.

La opera prima del joven director Fernando Guzzoni recrea en la ficción la vida de un eslabón menor en una cadena donde un “deber mayor”, salvar la patria, justifica la violencia. En contrapunto, mientras se exhibía esta película en el cine, la televisión y las redes de internet exhibían imágenes que seguían la misma lógica: la justificación del Ministro Chadwick ,acerca de la violenta irrupción de Fuerzas Especiales de Carabineros en la Casa Central de la Universidad de Chile para desalojar la toma; la impactante foto de un estudiante secundario siendo arrastrado seminconsciente por los policías durante una manifestación estudiantil.; las declaraciones de un candidato a senador hablando de venganzas políticas para justificar horrorosos asesinatos; la acción concertada de los encapuchados en una actividad previsible que se repite cada vez que la ciudadanía se manifiesta pacíficamente en las calles….

Nunca conoció la moderación

Debido a sus escritos sobre el juicio a Eichmann,  Hanna, fue repudiada por la intelectualidad judía norteamericana, en cuyo círculo se desenvolvía desde que emigró a Estados Unidos huyendo del nazismo (1941). También perdió amigos de toda una vida, quienes no lograron entender su convicción de intentar “comprender” que junto con el mal absoluto podía convivir un mal banal, nacido simplemente de la irreflexión.

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Ella, que según el historiador y librepensador Francois Furet nunca conoció la moderación, sabía que arriesgaba mucho y lo hizo. Así también se enemistó con la izquierda cuando escribió “Los orígenes del totalitarismo”, antes de lo de Eichmann, anunciando ya su teoría sobre el terror político como herramienta de control de la ciudadanía.

Esta preocupación por las actividades de la mente continuaría hasta el fin de su existencia (1975) cuestión que dejó planteada en su obra póstuma “La vida del espíritu”. Según el filósofo alemán Hans Jonas (compañero en Manburgo) con esta obra Arendt retoma la línea de pensamiento plasmada en su libro principal “La condición Humana”, donde plantea la dualidad entre la vida activa y la contemplativa.

Hanna Arendt se doctoró como filósofa en la universidad de Heidelberg, abandonó Alemania en 1933 (negándose a ser asimilada como alemana y a compartir las ideas del nacional socialismo) y vivió en Francia como apátrida hasta ser internada en un campo de concentración del cual huyó (1940) . Instalada en Estados Unidos dictó cátedra en las universidades de Chicago, Columbia y Princeton.

En su obra, prolífica, construyó las bases para una ideología de los derechos humanos. Y en sus escritos analizó minuciosamente las lógicas del terror y sus consecuencias, aplicadas por sistemas totalitarios como el nazismo o el bolchevismo. El estudio sobre la banalidad del mal lo escribió en el año 1962 a partir de una serie de reportajes encargados por la prestigiosa New Yorker, acerca el juicio a Adolf Eichmann en Jerusalén, tras su secuestro en Argentina por agentes israelíes. Eichman fue uno de los oficiales nazis responsables de transportar prisioneros a los campos de concentración de Polonia y su proceso fue considerado el más importante después de los juicios de Nuremberg.

Tratando de entender lo ocurrido en Alemania y el holocausto (que no solamente incluyó a judíos, sino también a comunistas, homosexuales y personas consideradas inferiores, como los gitanos de Europa del Este) Arendt estudió el papel de quienes colaboraron o se hicieron los sordos y concluyó que el holocausto fue posible no a partir de una mera orden. Actos aberrantes y constitutivos de genocidio y de violaciones a los derechos humanos básicos formaron parte del ordenamiento jurídico del Estado. Así, lo que razonablemente podía verse como criminal se convirtió en legal, por una normativa interna.

La autora también afirmó en su texto que en la instalación de este estado criminal jugó un rol importantísimo la manipulación constante de los circuitos de comunicación social, a través de una incesante propaganda favorable al régimen y denigratoria de los enemigos externos e internos.

La acumulación de datos es apasionante; la filósofa desmenuza los informes recogidos en el juicio a Eichmann y aborda situaciones en las cuales antes nadie se había detenido, como el rol jugado por los Judenrat en el traslado de prisioneros, quienes a su juicio traspasaron el límite entre “ayudar a huir” y “colaborar en la deportación” de sus representados.

Sus ideas apuntan también a temas de especial relevancia, como la reparación, el espacio territorial, o las responsabilidades políticas de las naciones pues, según dice, en el proceso del que fue observadora lo que estaba siendo enjuiciado era una responsabilidad personal en tanto todo apuntaba hacia responsabilidades institucionales.

En la pantalla

La cineasta Margaret von Trotta recoge genialmente en la película “Hanna Arendt” el lapso en que la filósofa escribió “Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal”. Su exhibición en dos funciones repletó la sala principal de la Cineteca Nacional, durante el ciclo del cine europeo desarrollado en mayo en Santiago de Chile.

Von Trotta ya había realizado anteriormente otro largometraje de carácter bioépico donde habla sobre el nazismo, “La Calle de las rosas”, y allí surgió la idea de hacer una película sobre la filósofa más importante el siglo XX. Lo estrenó a comienzos de 2013, en Berlín, y ha seguido siendo proyectado en salas en una Europa abierta a la discusión, mientras atraviesa una de las crisis económicas, sociales y tal vez existenciales más profundas de este incipiente siglo y de las últimas décadas del pasado.

Gracias a un montaje impecable, la realizadora alemana logró incluir en su película imágenes de archivo que muestran a un Eichmann envejecido, repitiendo como un autómata el dogma de la eficiencia.

El protagonista de “Carne de Perro” es un individuo solitario que vive pobremente –al igual que Eichmann en su período de ocultamiento en Argentina- violento, pero contenido en sus expresiones al espacio íntimo; un hombre que busca redimirse en el amor filial (hacia su perro, hacia su ex mujer y su hija que nada quiere saber de él, o hacia una chica que encuentra en sus paseos nocturnos). Al igual que el ex teniente coronel de las S.S este personaje-encarnado magníficamente por Alejandro Goic es un sujeto ordinario, que formó parte de una maquinaria para ejercer el mal, con la certeza de estar al servicio de una causa mayor; un hombre que no tiene conciencia del mal creado.

El filme de Von Trotta se estrenó en Alemania cuando se cumplían 80 años del ascenso de Hitler al poder (en enero de 1933 fue ungido Canciller). La directora declaró que se demoró diez años en hacer la película, porque los productores dudaban que una película sobre la necesidad de pensar tuviera espectadores. Pero la situación en Europa cambió en una década y hoy es recibido con éxito.

“Tengo la impresión de que después de mucho tiempo las personas tienen la profunda necesidad de volver a pensar por sí mismas, fueron engañadas por los bancos, por inversores, por políticos, por la televisión, por esa máquina de estupidizar permanente., y es como si hubieran despertado de pronto: si no comenzamos a pensar por nosotros mismos es el abismo, la catástrofe” declaró al diario argentino Página 12, a comienzos de año.

En Chile se había programado solamente una función y hubo que repetirla ante la demanda del público. Su exhibición en salas sería un incentivo para reflexionar sobre los temas que preocuparon a la filósofa alemana y que siguen siendo tan actuales.

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2 Comentarios sobre “Hanna y el mal (de la banalidad al extremismo)

  1. Gracias Marcelo! es cierto que hubo colaboración y en el “salvese quien pueda” hubo oprobio, confusión y maldad. Puede haber muchas justificaciones y puede ser más complejo de lo que uno cree a simple vista (leo en estos momentos un texto de Javier Cercas (“El monarca de las sombras” e lama el libro) sobre hechos ocurridos bajo la Guerra Civil española, tema ampliamente explorado por Cercas. Uno de los nietos de una de las personas implicadas dice esa frase. Sin embargo, disiento del “sanamente”. No puede ser sano colaborar con el exterminio masivo de personas. Bajo ningún régimen.

  2. Querida Patricia.
    En varias películas —cuyos nombres, por supuesto, no recuerdo— se ha tratado, directa o tangencialmente, el tema de los judíos que colaboraron con sus opresores, específicamente en los guetos de Varsovia y otros de similar dimensión (imagino que en los guetos más pequeños, como en los pueblos chicos, las relaciones de cercanía —o derechamente, promiscuidad— fueron mayores y más estrechas; al fin y al cabo ser semita o germano, enemigo o amigo, superior o inferior, son meras convenciones que se diluyen en el compartido oprobio).

    Había judíos que oficiaban de policía interna. La lógica era, desde las víctimas, construir una barrera de contención al desenfreno nazi y, desde los victimarios, imagino, lavarse las manos de las contradicciones internas y dejar que entre se purgasen entre ellos, una suerte de fomento a la antropofagia.

    Tengo entre mis cachureos Eichmann en Jersusalem y Los orígenes del totalitarismo, de la señora Arendt. He avanzado con el primero y debo decir que su nivel de observación es admirable, lúcida ella. Además, me declaro cercano a su idea. Tengo la sospecha que en los humanos hay, por un lado, ambiciones por decirlo de alguna manera, amorales, y por otro, un cierto automatismo que justifica la pertenencia a máquinas del horror desde la estricta funcionalidad: “soy apenas un engranaje y no tomo decisiones, las ejecuto (para eso me formé y eso demanda de mi la sacra patria)”.

    Tiendo a creer que muchos funcionarios del nazismo —o del fascismo o del estalinismo— creían sanamente que colaboraban “técnicamente” para mejorar lo que fuere que postulaban como causa. Hay, claro, una banalidad, una rusticidad intelectual y existencial.

    Sin embargo, me parece válida la duda: ¿por qué defender y apoyar a Hitler, a Mussolini o a Stalin —se preguntaron quizá los banales— sería tan distinto de apoyar las máquinas criminales de Roosevelt, de Churchill o de De Gaulle?, ¿porque ellos se declaraban demócratas?, ¿porque decían heredar las tradiciones culturales de Europa?
    Vaya uno a saber. Hannah seguramente tiene más respuestas.

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