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Desde que se inventó el transantiago andar en Santiago de Chile en transporte público es toda una odisea, comenzando por cargar la tarjeta Bip, esperar a que pase la consabida micro (guagua, camión, como se le llama en Cuba y México respectivamente a esos vehículos) subirse, desplazarse, viajar la mayoría de las veces parado, a topetones y tropezones para llegar ¡por fin! a destino.  Pero no, miento, a destino no, eso no, sino que llegar una estación de metro, para soportar más atolladeros, toneladas de gente, apretones y muchas malas caras, caras de gente cansada, agotada, aburrida y desesperanzada.   Afortunadamente hace unos días viví una experiencia totalmente novedosa que me arrancó verdaderas carcajadas en una micro que abordé a la salida de una estación de metro, como era su punto de origen, pude sentarme y viajar con la esperanza de llegar a casa a salvo y con algo de energía.

Partimos con la máquina llena y avanzamos varias cuadras sin novedad, los pasajeros subían y  bajaban en los paraderos de rigor y hasta ahí todo bien, hasta que topamos con pared, más bien con un parque, que lleva muchos años en el mismo lugar por lo que su presencia no impresionó a nadie salvo al conductor, que se quedó paralizado.  Sin avanzar  y lleno de angustia preguntó de voz en cuello “¿para dónde va esta micro?”. Primero silencio absoluto y luego un sonado “¿qué?”.  La noticia corrió como reguero de pólvora entre los pasajeros  “¡el chofer no sabe para dónde va la micro!” jajaja, y entonces comenzaron las instrucciones.

“Doble a la derecha,
de ahí a la izquierda,
después hay que doblar por una calle….
no, noo” -dice otro-,
“no hay que doblar porque es vía reversible,
siga derecho no más…
no, si, si tiene que doblar, para tomar hacia arriba, si por ahí…
si, si, doble por ahí, a la derecha”.

Por fin el hombre atina, le “achunta”, y sigue avanzando… piiiip-piiiip suena el timbre, “¡pare, pare, que este es paradero, me tengo que bajar…!” puerta abre, puerta cierra. “doble otra vez, es por ahí, si, si, por ahí”

Por fin entramos en tierra derecha y avanzamos varias cuadras a pesar del tráfico, de los atochamientos de la hora punta, y todo bien nuevamente  hasta que de pronto… “¡cuidado, cuidado, cuidaaado! ¡ya  se pasó de largo, tenía que doblar a la izquierda para ir al metro!…
¡mejor ya sígase de frente no más!” -gritan desde atrás-.

Entonces se arma la chacota, “¡llévenos a la casa mejor!  ¡vámonos directo a Puente Alto!” jajaja.  La máquina tiene que rodear media manzana para retomar la ruta correcta, el conductor se disculpa, argumenta que el también es una víctima, que sus jefes le cambian el recorrido tres veces al día todos los días, que no sabe ni donde está parado y para rematar está atrasado; mientras argumenta acelera y frena, acelera y frena, acelera y frena impetuosamente, provocando cabeceos entre los pasajeros que van sentados y trastabillones entre los que van de pie.

La congestión de la hora punta parece ponerlo ansioso y no es para menos; entremedio suena el piiip-piiip del timbre que solicita puerta para bajar, y el  bip-bip de las tarjetas Bip pasando por el cobrador (o validador). Si alguien no paga arriesga una multa, pero si nos descalabramos todos, mala pata.  Continuamos el recorrido, pasajeros suben, pasajeros bajan y entre todos los pasajeros solidariamente seguimos dándole las directrices al chofer, develándole una ruta que para él es un misterio, y así la cooperación  se revela una vez más como la madre de los buenos negocios, win to win como dirían los gringos.

Por fin diviso mi destino, decido acercarme a la puerta de enfrente para entregarle unas palabras de aliento a un mártir del volante que bien podría ser la aportación de Chile a la sección de héroes de CNN, si es que todavía existe. “¡Que Dios lo bendiga!” le digo al bajar, y el conductor y algunos pasajeros me devuelven a coro un sentido “¡gracias!”

La micro parte y mientras se aleja poco a poco aparecen ante mis ojos los letreros  multicolores del Emporio La Rosa pintados por el legendario Zenén,  artista del antiguo transporte público santiaguino cuya mano de santo tocó cuanta máquina circulaba por la ciudad para proteger a conductores, pasajeros y también peatones, con la clásica frase “Dios es mi copiloto” tan entrañable como necesaria y que hoy se echan de menos.  Estando las cosas como están una ayudita celestial no nos vendría nada mal.

Llego por fin a casa recordando que el motivo de mi viaje fue ir a ver a un acupunturista para sanarme con unas cuantas agujas aplicadas con precisión, constancia y milenaria sabiduría, pero pensando que quizá no logre salir ilesa de la tecnología innovadora y brutal del transantiago.

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