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En una mañana cualquiera de Liceo,  vi a los curas (que siempre relacioné con los murciélagos del entretecho), corriendo como mujeres. Sí, como las mujeres de esos tiempos, es decir arremangándose las polleras, se parecían a mi madrina o a una tía mayor, que -boca fruncida- gesticulaban ciertas muecas de desesperación o desagrado.  Yo jugaba en un patio techado de cemento,  a lo único que se podía jugar en el país de la lluvia, al básquetbol o a pasear cabizbajo manos en guardapolvo. Y de repente el humo lo cubrió todo. El humo y el griterío de la calle. Esa, fue mi primera protesta,  por ahí por junio o julio de 1973. Los curas nos repartían sal y limón y yo los miraba decididamente extrañado.

Una  tarde que caminaba por el centro de Temuco junto a la “nana” vi unos afiches en rojo y negro que decían  algo así como “Soldado únete al pueblo”,  frase muy parecida a un poema de un libro de editorial Nascimento que con una paloma en portada volaba por todas las piezas de mi casa, “No sé por qué piensas tú, /soldado, que te odio yo, /si somos la misma cosa/yo, /tú.”  Al decirle a mi nana quiero ser como ellos, saltó temblorosa en un pie y me contestó: “No, los miristas son malos, tienen barba y viven en cuevas y si te portas mal, te llevan a sus escondites”.

En agosto ya no iba al Liceo, claro que nadie me dijo por qué. Así me levantaba muy temprano, cuando la luz aún era solo una larga cortina blanca sobre el paisaje y entonces corría de mi pieza por un pasillo hacia el fondo de la sala. Ahí estaba la radio. La prendía y  escuchaba  esos violines que explotaban al unísono o que se dormían de uno en uno hasta el susurro y el silencio. Aquella mañana de septiembre  me levanté e hice lo de todos los días. Pero la radio sólo chicharreaba. Y mi hermana que sí iba al jardín, venía de vuelta a la  media hora de haber  salido. A la entrada de la casa la “nana” tras el vidrio,  nuevamente como figura de mal agüero le dice a mi madre, “traigo a la gordita, no hay clases, pues dicen que hubo un golpe”.

Desde ese día, todo cambió para mí, lo que no sabía era que había cambiado para muchos, para millones, quizás para todos. La Pascua, como le decimos en Chile a la Navidad, fue un balancín amarillo moviéndose solo, abandonado en el patio con mi madre nerviosa mirando hacia la calle en penumbras y sin mi padre. ¿Dónde está el papá? Papá está trabajando dice mi madre. Como en aquella película que vi quince años después, “Papá salió en viaje de negocios” dijo mi madre.

Las salidas a jugar por el pasaje hasta la noche, ya no fueron más. Mi amigo el gordo se convirtió de un santiamén, en una especie de niño verdugo o al menos en  el hijo del verdugo. La única vez que fui a verlo después “del  golpe”,  su padre me miró con rabia y nos hizo a los dos ponernos firme frente al televisor, mientras marchaban los soldados. Siempre supe que el mensaje era para mí, el hijo del que se fue, el hijo del castigado, el hijo del relegado,  y no para el gordo Jean Paul.

En lo que había sido la casa habían cada vez  más y más cajas enormes de cartón arrumbadas o superpuestas, embalajes. Hasta que una mañana ya sin radio, ya sin sillas, ya sin alfombras, llegó mi tío, el hermano mayor de mi padre comandado un camión. Todo arriba del camión. Mi rifle de madera que había dejado el día anterior en un jardín lejano, ahí se quedó. Mi rifle. El único regalo que mi padre había traído de Santiago en uno de sus viajes de trabajo o de sus visitas al abuelo viejo y sentado en el sillón. Mi rifle de madera y fierro. Muchos años después y en forma simbólica,  recuperé lo que hasta ese día fue mi juguete más preciado. Vera Schiller, la Lola Hoffmann ecuatoriana me lo devolvió con dulzura. Y esa tarde disparé porotos contra otros adultos que reían mientras yo recuperaba mi llanto de ayer.

La casa arriba del camión. Toda la casa, todo mi sur, todas las manzanas, todas las correrías, todos los campos, todos los trigos, todas las risas, todas las pelotas, todas las bolitas de piedra, todos los peces del  estanque, toda mi primera infancia arriba del camión. Cuando salíamos de Temuco, había un río, había un puente y abajo, muy abajo,  en la hendidura del mundo, bolsas negras flotando, “qué son mamá”, nada, nada, sólo basura. Pero algunos bultos tenían pantalones, otros, camisas, otros pelos revueltos por el agua. La casa arriba del camión, los muertos en el río. Los curas murciélago corriendo como mujeres, la “nana” mapuche con miedo a los miristas escondidos en sus cuevas, el rifle botado en el jardín lejano, el padre del gordo con cara de marcha militar y bigotito. Mis bolitas de piedra que no usé nunca más, las manzanas suspendidas en el aire del árbol que fue cortado. Los peces del estanque envueltos en bolsas negras. La casa arriba del camión y mi padre, en viaje de negocios.

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